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Chaparrón democrático

El presidente del Ejecutivo, Mariano Rajoy. / Efe

Jorge Urdánoz Ganuza

¿Se acuerdan de aquella memorable escena del Jovencito Frankenstein? En el cementerio, de noche y con un cadáver por desenterrar, el pobre Gene Wilder no puede creer que la cosa pueda empeorar, pero Aigor le desengaña. “Podría llover”, elucubra. Y, dicho y hecho, chaparrón al canto. Algo muy similar está ocurriendo con la reforma electoral que plantea el Gobierno. Cuando ya nada quedaba por decir de nuestro desdichado modelo representativo –desigual, manipulado, maquiavélico, preconstitucional, absurdo, desproporcional–, cuando todos los movimientos que persiguen regenerar la democracia lo han ensartado en sus picotas de cabecera, cuando desde Podemos hasta Vox el lamento unánime es el ya célebre del “no nos representan”, cuando suena insistente una reforma constitucional de calado… entonces, justo entonces, el Gobierno se descuelga con esto.

¿Y qué es esto? Pues, según parece, una ley por la que todo partido que logre –en las elecciones municipales– más del 40% de los votos pero menos del 50% pasará automáticamente a copar el 51% de los concejales y, por tanto, a nombrar al alcalde. El resto de partidos, que por definición sumarán siempre entre un 50% y un 60% de los votos y, por tanto, serán por definición y siempre una mayoría si votan conjuntamente, reciben siempre y por definición menos de un 49% de los escaños y quedan por tanto siempre y por definición (perdonen que insista) en minoría.

Es decir, que se trata de una ley que, siempre y por definición, solo puede ser catalogada como minoritaria. Esto es, de una ley gracias a la cual ciertas alcaldías serán ganadas por una minoría de electores. Una ley, por tanto, que viola directa y explícitamente el principio de mayoría, una de las intuiciones básicas de la democracia. Algo que debería indignar a cualquier ciudadano demócrata, a derecha y a izquierda, pero que, con todo, no viene solo. Hay al menos otras dos anomalías democráticas que han sobrevolado todo este proceso y que merecen un poco de detenimiento.

Lo primero que sorprende es la candidez con la que la prensa –a la que hemos de suponer al servicio de la verdad y no de la propaganda, y cuyo olfato en esas lides debería encontrarse especialmente entrenado– ha mordido el tosco y goebelsiano expediente del nombre de la cosa. Bautizar, denominar, designar… Todo eso son acciones que encierran siempre un ejercicio de poder, y el deber de la prensa es informar, no ejercer de caja de resonancia.

Si yo llego hoy a clase, explico a mis alumnos el contenido de este proyecto de ley y les pido que le otorguen un nombre, todos o casi todos me van a decir lo obvio: es una ley que da poder a la minoría, una ley minoritaria. Ellos ven la realidad y la nombran sin intermediarios. Que el Gobierno utilice la expresión “ley de elección directa de alcaldes” para referirse a su proyecto es pura manipulación lingüística, como lo es denominar “impulso aventurero” al exilio laboral de buena parte de la juventud de este país o “movilidad exterior” a la fuga de cerebros. “Ley de elección minoritaria de alcaldes” sería el nombre obvio. El que pronunciaría el niño frente al emperador desnudo.

Pero, ay, hace tiempo que aquí ya no miramos la realidad con la frescura de los niños, como demuestra la curiosa relación que este país mantiene con la noción de “consenso”. Según se afirma por doquier, lo verdaderamente imperdonable de esta ley es que se ha hecho sin consenso. Pero mucho me temo que es todo lo contrario. Lo peor es que, si hubiera habido consenso entre los dos grandes, al parecer no hubiera habido problemas. Una creencia que constituye una anomalía democrática muy arraigada entre nosotros y que haríamos bien en revisar.

En esta pobre democracia en la que transitamos sin fin se presupone erróneamente que lo importante no es lo acordado, sino que sean muchos los que se ponen de acuerdo. Pero que exista “consenso” (en realidad lo que se quiere decir es “mayoría amplia”, pero en fin) con respecto a una ley no la convierte en democrática. Hace falta, antes de eso, que su contenido no pisotee derechos fundamentales. Derechos que se identifican con la esencia misma de la democracia y que ninguna ley puede lesionar.

Pongamos un ejemplo. Si el 98,5% de blancos decidimos negar el derecho de sufragio al 1,5% de los negros, eso no será democrático por muy amplio que sea tal “consenso”. El derecho al voto está antes de la propia votación y no puede someterse a ella, y por eso lo normal es que se encuentre protegido constitucionalmente, esto es, frente a los posibles desmanes del Gobierno de turno. Es lo que ocurre en las democracias avanzadas, aunque no en la nuestra. Y, de la misma manera que todos han de poder votar, es de cajón que el resultado de la elección ha de reflejar el sentir de la mayoría… no de la minoría. Porque, de nuevo, si es la minoría la que gana, entonces eso no es democracia. Es lo contrario, por mucho consenso que le echemos.

Así que no es cuestión de consenso, es cuestión de esencia. De esencia democrática y de semántica elemental. La minoría no puede gobernar, la democracia no es eso. Si no tenemos –a derecha y a izquierda– las ideas claras y los vocablos precisos, la profecía de Aigor se cumplirá y todo empeorará sin remedio. En las siguientes elecciones municipales no pocas minorías gobernarán y no pocas mayorías se verán relegadas al papel de oposición. Y todo ello con la ley en la mano. Será ley, pero no democracia. Con o sin consenso, es el mundo al revés.

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