Los cisnes de Farage
Esta semana Nigel Farage, el líder del partido de extrema derecha Reform, dijo “creer” que inmigrantes de Europa del Este se comen los cisnes de los parques de Londres. Es un bulo del que se pueden encontrar rastros en el tabloide The Sun en 2003. La institución que gestiona los parques de la Corona a los que se refirió Farage salió el miércoles a desmentir lo que acababa de soltar en la radio a la ligera el diputado.
Un portavoz dijo que no hay “ningún incidente” de personas “que hayan matado o se hayan comido cisnes” y que su personal trabaja con el santuario de cisnes de la ciudad para “asegurar el bienestar de los cisnes en todos los parques”.
Este es el mundo de 2025, pero también era el mundo de hace dos décadas, con los bulos xenófobos en el caso del Reino Unido alimentados por los medios impresos a los que no les hacían falta las redes sociales para inventar y esparcir. Pero el alcance era menor y el coste de mentir tan descaradamente, tal vez mayor.
Cuando Farage habló de cisnes esta semana estaba, en realidad, intentando defender otra falsedad desmentida una y otra vez repetida por Donald Trump y su actual vicepresidente en campaña. La mentira sobre inmigrantes que se comían los perros y los gatos de los vecinos costó acoso y violencia en Springfield, Ohio, hasta el punto de que el gobernador, un republicano, intervino para pedirle a su candidato que dejara de esparcir bulos absurdos y peligrosos.
Farage tampoco quiso cuestionar la afirmación sin pruebas de que el paracetamol es perjudicial para las embarazadas a pesar de que la agencia de medicamentos del Reino Unido salió de inmediato a “confirmar” que el medicamento es “seguro” y “no hay evidencias de que cause autismo en los niños”.
El precio de la mentira, irresponsable, peligrosa, está cada vez más bajo hasta en un país que tiene un código de conducta en el Parlamento por el que no decir la verdad puede costar el puesto. Pero eso es en la Cámara de los Comunes. El mundo es mucho más grande y cada vez más permisivo con cualquiera con poder que diga cualquier cosa, verdad o mentira, ofensiva o no, sin que haya consecuencias. Es uno de los descubrimientos de esta década para muchos políticos, que ni siquiera tienen que molestarse en disimular sus mentiras o disfrazarlas con la más sutil manipulación.
Los británicos que siguen apoyando al hombre que arrastró su país a la ruina con el Brexit, o se creen sus mentiras o aceptan que la verdad es sólo un juego. Uno que puede salir muy caro en una ola que está desestabilizando a las democracias con mucho ruido y poca alarma.
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