¿Consumes, tiras y vuelves a consumir?
Las cifras en cuanto al consumo de recursos no paran de aumentar. Ni la eficiencia ni las mejores tecnologías parecen reducirlas y, lo que es peor, las proyecciones de futuro no son muy optimistas. Hoy en día tenemos una huella ecológica global aproximada de 1,5 Tierras; es decir, necesitamos la superficie de un planeta y medio como el nuestro para producir todo lo que consumimos anualmente, con proyecciones que apuntan a que dentro de unos 30 años podríamos alcanzar una huella de 4 Tierras. ¿De dónde pensamos sacar los recursos?
La sociedad parece navegar en una dirección que irremediablemente conduce al consumo masivo no sólo de recursos, sino de servicios. El consumo de agua, la alimentación, el textil, la electrónica, e incluso servicios como el turismo o el consumo de información son cada vez mayores y, en general, de peor calidad. Ejemplos tan conocidos como la compra masiva de ropa a bajos precios, fundamentados en la baja calidad de la misma y en las malas condiciones laborales de los trabajadores y trabajadoras; o el consumo desmesurado de aparatos electrónicos que, en muchas ocasiones, apenas mejoran levemente al anterior, son sólo un par de ejemplos de productos que, una vez ha finalizado lo que consideramos su “vida útil”, no se valoran y nos acercan a esa proyección de huella de cuatro planetas, en lugar de intentar reducir la actual a una.
Estas tendencias cada vez más comunes, al contrario de lo que pudiera parecer por la cada vez mayor conciencia colectiva del problema, vienen empujadas por varios frentes: el empresarial, el administrativo y el de la demanda.
Desde el punto de vista empresarial el fin queda bastante claro: el consumo masivo conlleva mayores ventas y, por lo general, éstas traen mayores beneficios, objetivo incuestionable desde el punto de vista clásico y limitado de maximización del beneficio. En este contexto, los consumidores parecen adaptarse e incluso demandar que la calidad y durabilidad se conviertan en algo secundario cuando un producto es bonito, barato y de algún modo satisface necesidades cortoplacistas.
Por lo tanto las empresas deben ser empujadas a mejorar estas características de sus productos y servicios, pero desde una demanda que no busque inmediatez y bajos precios, sino productos responsables, con una mayor durabilidad y control de sus impactos. Muchos de estos bajos precios esconden una práctica muy común: la no inclusión de multitud de costes externos que la producción, uso y reciclado del producto generan, las llamadas externalidades, por lo que apenas se tiene en cuenta su impacto social y ambiental. La dificultad para medirlas y la presión de los grupos lobistas, unido a la dejadez de las administraciones por su repercusión en la economía, provoca que se reduzcan las exigencias y se pague un precio menor del necesario para no repercutir ese coste en el medio ambiente y en el resto de la sociedad.
En las empresas se van implantando poco a poco herramientas como el Análisis del Ciclo de Vida (ACV), el cual ayuda a cuantificar qué impacto ambiental tiene la fabricación de un producto, permitiendo de esta forma comparar y elegir el que más reducciones otorgue. Este es sólo uno de los pasos necesarios hacia la llamada economía circular, la que busca convertir todos los residuos generados por la sociedad en materias primas para nuevos productos, lo que supone todo un desafío no sólo tecnológico sino también social.
Desde el punto de vista tecnológico, aún estamos lejos de poder reciclar el 100% de los componentes de la mayoría de productos, pero el primer paso para ello, lejos de lo que se podría pensar, no es pensar cómo reciclar un producto, sino diseñarlo para que sea fácilmente reutilizable primero y reciclable después, aumentando al máximo su durabilidad. Existen ejemplos como el Fairphone, un teléfono de comercio justo que, sin ser ninguna solución definitiva, está diseñado para poder ser reparado por el mismo usuario/a, aumentando así la vida útil del mismo. Además, integra en su precio los costes de la última fase de vida del producto, la de reciclado y valorización, disponiendo de un programa específico para asegurar que el teléfono se recicla o se reutiliza de forma segura.
Sin embargo, aunque el ecodiseño sea el primer paso y se consiga la tecnología suficiente para el reciclado total de materiales, el sector público juega un fundamental para llevar a cabo este proceso, siendo éste quien debe facilitar las herramientas adecuadas en el sistema económico y logístico a fin de conseguir la meta de cero residuos. En este sentido, Óscar Martín, Consejero Delegado de ECOEMBES, afirma en El País que en España “faltan políticas para reciclar todos los residuos”, existiendo “normativa para regular el 30% de los residuos”, por lo que cabe preguntarse, ¿qué pasa con el otro 70%? ¿Por qué la Administración no incide más en estas políticas? El problema normativo y los vaivenes administrativos han quedado al descubierto estos días con el incendio del vertedero en Seseña, del que parece que ninguna Administración era la responsable, y pone de manifiesto las consecuencias de la dejadez política.
Por último, los consumidores y consumidoras deben ser la columna vertebral del sistema. Sin su implicación cualquier esfuerzo por reducir el impacto ambiental de nuestra sociedad se diluye. La educación para una mayor conciencia se convierte en indispensable, para empezar sobre las tres erres de la ecología: reducir, reutilizar y reciclar, pero no de un simple modo académico sino de aplicación en la vida diaria. Para ello es necesario sensibilizar, dando además las herramientas y cauces adecuados. La ciudadanía debe ser consciente del poder que tiene con sus decisiones diarias: al comprar, ¿realmente necesito este producto? ¿Merece la pena gastar más por un menor impacto ambiental y una mayor calidad? Al usarlo, ¿tengo que dejar el aparato encendido o el grifo abierto? Y al deshacernos del mismo, ¿alguien de mi entorno puede usarlo? ¿Cuál es la mejor manera de reutilizarlo/reciclarlo en lugar de tirarlo a la basura?
Son preguntas que todavía un elevado número de personas no se plantean en su día a día y, quienes sí lo hacen, se encuentran con multitud de limitaciones que no siempre dependen de ellas mismas. La falta de información sobre los productos, dónde comprarlos, la accesibilidad a establecimientos que los proporcionen o la simple inexistencia de alternativas más responsables son sólo algunas de las barreras a las que hacer frente. Y mientras tanto, el tiempo sigue pasando.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.