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Crisis que dejan huella

EFE/Chema Moya
20 de mayo de 2021 22:54 h

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Una crisis en sus relaciones internacionales es un asunto muy inconveniente para un gobierno. Porque por pequeña que sea, y la habida con Marruecos en estos días no lo es, afecta a muchos aspectos de su política exterior y no suele ser fácil resolverlos con rapidez. Pero si esa crisis llega menos de un mes y medio después del fuerte revolcón electoral sufrido por el partido que controla ese gobierno, su situación empeora notablemente. El PSOE está en esas. Sí, no hay amenaza de adelanto electoral en el horizonte. Pero tampoco perspectivas de que las opciones de los socialistas vayan a mejorar.

Lo peor de lo ocurrido en la playa de Ceuta es que, al menos durante unas cuantas horas, el Gobierno se ha mostrado superado por los acontecimientos. Luego ha reaccionado bien, incluso con rapidez. Pero el fantasma de que un enemigo exterior puede poner en jaque al gobierno de Madrid, y más si en un futuro en lugar de jóvenes desesperados envía a contingentes bien pertrechados a cruzar la frontera, ha sobrevolado sobre nuestro país. Y más sobre las cabezas de los habitantes de Ceuta y de Melilla, tan españolas para muchos españoles como plenamente marroquís para todos los habitantes de Marruecos.

Sin esperar a comprender del todo lo que estaba ocurriendo, exponentes de la derecha y frikis reaccionarios no tuvieron reparo en asegurar que el culpable de lo ocurrido era el Gobierno, Pedro Sánchez y la ministra de Exteriores en particular. Por haber aceptado que el líder máximo del Frente Polisario saharaui, gravemente enfermo de Covid, fuera internado en un hospital de Logroño. El gobierno marroquí y exponentes de alguno de los partidos que lo conforman, que muy recientemente habían tenido contactos con responsables del PP, no tuvieron empacho en asegurar que ese era el casus belli, que Rabat no podía menos que responder a esa provocación.

El hecho es discutible según sea la perspectiva desde la que se enfoque. Desde el punto de vista humanitario no tiene discusión alguna. Acoger a un enfermo grave que no puede ser atendido debidamente en su país es prácticamente una obligación desde ese punto de vista. Que, en principio, debería ser el único a tener en cuenta. Si no fuera porque el enfermo, Brahim Gali, es el dirigente máximo de una organización que está en guerra abierta con Marruecos y si no fuera también porque el país que ha actuado como su intermediario para que España lo acogiera ha sido Argelia, otro enemigo jurado del régimen marroquí.

Esas complicaciones, no precisamente pequeñas, obligaron al gobierno de Madrid a debatir, con opiniones distintas al respecto, según parece, qué era lo menos malo que se podía hacer. Sin olvidar que, si Marruecos es un país importante en el marco de las relaciones exteriores, diplomáticas y económicas de España, Argelia no lo es menos. Al final se optó por la tesis humanitaria, probablemente porque rechazar a Gali habría sido intolerable para muchos votantes de los partidos del Gobierno. Y también seguramente descartando que esa opción provocaría reacciones como las que se han producido esta semana en Ceuta.

Fue un error de cálculo. Y hay que pechar con las consecuencias. Como se ha hecho. Y esperar a lo que venga más tarde. Porque Marruecos no ha salido perdedor de esta crisis y se siente políticamente muy fuerte en la escena internacional desde que Donald Trump, en los momentos finales de su mandato, reconociera que el territorio del Sahara Occidental es Marruecos, en contra de la posición de la ONU y de España. Sin que Joe Biden no solo no se haya desdicho de esa iniciativa, sino que esta semana no ha expresado la mínima opinión, y mucho menos crítica, a la invasión de territorio ceutí por parte de miles de ciudadanos marroquís.

El inaudito rifirrafe de la playa del Tarajal no ha reforzado políticamente a España en la escena internacional. Por mucho que la Unión Europea haya expresado, en términos más bien burocráticos, que Ceuta también es Europa, al tiempo que el gobierno francés matizaba mucho esa posición -Macron no quiere líos con Mohamed VI-, y Bruselas no tomaba iniciativa política alguna cerca de Rabat.

El Gobierno tendrá que esforzarse por mejorar su posición después de estos reveses relativos. Habrá quien diga que son cosas que pasan y que lo mejor es mirar para adelante. Lo que no tiene muchos precedentes es que la derecha española, por boca de su líder, además, haya aprovechado la crisis para golpear al Gobierno. Acusándolo indirectamente de haber sido el responsable de la misma. Por haber acogido a Ibrahim Gali. Casado no lo ha dicho abiertamente, pero ha venido a dejarlo caer. Puede que un día tenga que arrepentirse.

La política exterior es uno de los frentes más complicados de la actividad de un gobierno. Parece una cosa fácil si no hay guerras de por medio, pero es de las más difíciles para un ejecutivo. Porque cualquier mínimo movimiento provoca réplicas y contrarréplicas en muchos otros frentes. De ahí que sea muy importante que la oposición política sea leal a los intereses de Estado en esta materia. Casado, obligado a demostrar que es tan duro e incisivo contra la izquierda como lo es su rival Isabel Díaz Ayuso, debe pensar que eso no va con él. Aunque eso reduzca cada día su dimensión de líder nacional, su imagen de potencial jefe de gobierno.

Ahora bien, parece que en las últimas encuestas no le va tan mal. Que el éxito madrileño ha impulsado la intención de voto del PP. La lógica haría pensar que eso está ocurriendo, que el batacazo del PSOE ha hecho mella en un sector del electorado que oscila entre ambos partidos. La mano la sigue teniendo Pedro Sánchez, y más tras el acuerdo para la formación de un nuevo gobierno independentista en Cataluña que puede permitir renovar el entendimiento con Esquerra en el Congreso. Pero ahora tiene que acertar. Y lo de Ceuta no es buen comienzo.

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