Entre México y Suecia, pero ¿hacia dónde?
He pasado las últimas dos semanas fuera de España, en México y en Suecia, viajando con la crisis a cuestas, pues estos días uno la lleva en la maleta allá donde vaya. Y lo primero que uno comprueba es que nuestros problemas no se ven igual cuando viajas. No es solo distancia: depende mucho del país donde estés, pues su propia realidad condiciona la percepción de la nuestra.
Obviamente, la crisis española no se ve igual desde México que desde Suecia, dos países diametralmente opuestos en tantas cosas, sobre todo en desarrollo y desigualdad social. Si en México, al relatar nuestras penurias, la gente me escuchaba con una sonrisilla que parecía querer decir “ya, ya, crisis, si yo te contase lo que es una crisis”; en Suecia era yo el que ponía la misma sonrisilla cuando los suecos me contaban su crisis, que también ellos tienen la suya.
Pero comparaciones al margen (que además son odiosas, pues la desgracia mexicana no nos alivia, como tampoco nuestros problemas minusvaloran las dificultades de los suecos), lo interesante del viaje fue que me permitió pensar España como un país situado en algún punto entre ambos extremos, entre México y Suecia.
¿De quién estamos más cerca? Si uno mira con atención ambos países, estados y sociedades, parece obvio que por fortuna estamos más cerca de Suecia que de México. Aunque envidiemos al primero por su Estado de Bienestar, su nivel educativo, sus políticas igualitarias y de redistribución, o su conciencia de lo público, por lejos que estemos seguimos estando más próximos a Suecia que a un México históricamente desgarrado por la desigualdad, la violencia y el analfabetismo; tres lacras que no solo no se reducen sino que han aumentado en los últimos años. Sumen a ello los más de 100.000 muertos que ha dejado la política de “guerra” contra el crimen de Felipe Calderón.
Pero dicho lo obvio, la pregunta interesante es otra: con la actual crisis, ¿hacia dónde vamos? ¿Avanzamos hacia Suecia o retrocedemos hacia México? Hasta hace poco pensábamos que nuestro horizonte era nórdico; que la democracia era un camino hacia un sistema que, sin dejar de ser capitalista, parece menos injusto que otros; que nuestra aspiración era aproximarnos a los resultados en desarrollo humano de países como Suecia, Noruega o Finlandia, cuyos sistemas educativos, fiscales o de protección social siempre se nos presentaban como modelos a imitar, y que siguen siendo el ejemplo más avanzado del gran pacto social de la posguerra en Europa. Y aunque fuese pasito a pasito, durante un tiempo pensamos que avanzábamos hacia ese horizonte.
Pero con la crisis el viento de la historia cambió de dirección, y ahora sentimos que avanzamos pero hacia el otro lado: hacia México (y que me perdonen los amigos mexicanos, pues podría usar muchos otros países para la comparación). Seguimos lejos de ellos, es evidente, pero temo que los pasos de cangrejo son ya zancadas, y si no nos acercamos más deprisa no es porque no corramos, sino porque ellos también retroceden.
En México encontré una sociedad donde todo el mundo se busca la vida como puede, donde la economía informal llena las calles con gente vendiendo cualquier cosa para sobrevivir, incluida su fuerza de trabajo, con electricistas, fontaneros y albañiles que se sientan en la acera y colocan un cartelito de cartón ofreciendo sus servicios para ser contratados. Un país donde las multinacionales instalan sus fábricas por contar con abundante mano de obra barata y desprotegida, en un entorno de inseguridad laboral y económica absoluta.
En México vi también colegios públicos a los que el Estado garantiza los sueldos de los profesores y poco más, y son los padres los que ponen de su bolsillo para todo, lo que resulta en una enorme desigualdad entre centros, desde los que carecen de lo más básico hasta otros que presumen de instalaciones y equipamientos por las elevadas cuotas “voluntarias” que pagan las familias. Me encontré un México resignado a la corrupción e impunidad de sus políticos y funcionarios, y donde hoy regresa al poder uno de los partidos más corruptos de la historia, el PRI, entre acusaciones de fraude electoral.
En cuanto a Suecia, país al que seguramente hemos idealizado más de la cuenta, no es ya el paraíso socialdemócrata que nos contaron. Es una sociedad fuertemente capitalista, muy consumista (pese a cierta fachada de consumo responsable y ecológico), y también ha visto en los últimos años cómo retrocedían la igualdad y el Estado de Bienestar, con un gobierno de centroderecha lanzado a privatizar empresas públicas y a recortar protección, y una generación de jóvenes trabajadores que ha descubierto algo que nosotros conocemos demasiado bien: la precariedad.
Con todo, sigue apabullando al visitante la eficacia de sus servicios públicos, el alcance de la protección social (lo de los permisos de maternidad y paternidad es de otra galaxia), o la fortaleza del espacio público y su apropiación y defensa por parte de unos ciudadanos conscientes de lo que tienen.
Entre ambos extremos, México y Suecia, nos movemos nosotros en esa imaginaria escalera. ¿Hacia arriba o hacia abajo? La pregunta es si seguiremos avanzando aunque sea despacio hacia el ideal nórdico, o nos estamos despeñando en eso que algunos ya llaman la “latinoamericanización” del sur de Europa (entendiendo por tal la aplicación de políticas neoliberales a caballo de la crisis de deuda, como ya sufrió Latinoamérica décadas atrás).
O si lo prefieren de otra forma: en el reparto de papeles de esta Europa convulsa, ¿qué nos tienen reservado los mandarines económicos? ¿Ser una Suecia o un México? Seguramente ni uno ni otro, pero ¿más cerca de quién? La respuesta, de tan obvia, escuece.