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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El cumpleaños de Borges

Jorge Luis Borges en una imagen de archivo.

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Cuando quedo con alguien con mucha antelación para salidas o eventos, doy el sí súper entusiasmada, me entusiasma la idea y además me parece un gesto cordial decir que sí ante cualquier propuesta del tipo social. Esa es mi condena. Cuando está por llegar el día empiezo a pensar excusas o peor, hago que pasen cosas que requieran que no pueda salir de mi casa. En algunos casos, hasta trato de convencer al anfitrión de que no es una buena idea mi presencia en el lugar. Aquella tarde, en eso estaba: dando vueltas por la doble circulación de mi departamento de Núñez en Buenos Aires, pensando que lo mejor sería decirle la verdad a mi amigo, que lo entendería y que después de todo me conocía más que nadie, pero también sé que le había prometido que iría. Entre vuelta y vuelta escucho que me llega un mensaje al móvil, un mensaje que jamás esperé que me llegara en esta vida, aunque sí, la vida está llena de sorpresas: era una invitación al cumpleaños de Borges. Jorge Luis Borges. Me entero en ese momento de que, después de muerto, a Borges le siguen festejando el cumpleaños. Como es mi costumbre, confirmé rápidamente mi asistencia. Creo que cualquiera en su sano juicio hubiese hecho lo mismo. A mi amigo lo veía todos los días y la verdad es que al cumpleaños de Borges no sé si me volverían a invitar.

Respondí preguntando si podía ir acompañada y me dijeron que sí. Entonces llamé a una amiga y le propuse ir juntas al cumpleaños. Para que no hiciera demasiadas preguntas le dije que íbamos al cumpleaños de un amigo. También le dije que mi amigo era bastante formal, que se pusiera ropa acorde, entre formal y elegante. Lo cierto es que con cada explicación que daba creaba más incertidumbre, como que me fui enmarañando sola creando así un misterio exagerado, pero tampoco le quería decir a mi amiga que íbamos al cumpleaños de una persona que había fallecido en junio del 86.

En esos tiempos había redescubierto la poesía de Borges, mi favorito por siempre: El enamorado, cuando dice: “Debo fingir que hay otros. Es mentira”. Así que ese día, al caer la tarde (la cita era a las 19 horas) me empecé a preparar. Otra vez dando vueltas por la doble circulación de la casa me puse a pensar si debía llevar algo, no sé, no queda bien caer en un cumpleaños con las manos vacías, pero tampoco tenía muy en claro qué podría llevar. Un regalo. Flores. Y otra vuelta más. “Lunas, marfiles, instrumentos, rosas, lámparas y la línea de Durero, las nueve cifras y el cambiante cero, debo fingir que existen esas cosas”. Llegó mi amiga, nos subimos al coche y no le hablé en todo el camino. Fingí excesiva concentración al volante. Es acá, le dije. ¿En esa puerta antigua? Sí, en esa puerta. Llegamos, le di mi nombre al señor de la entrada, que nos dijo, bajito, casi en secreto: “Chicas, rápido, que están por apagar las velitas”. Maldición, siempre llego antes a todos lados y tengo que llegar tarde justo al cumpleaños de Borges. Efectivamente, entramos a un salón en el que había una mesa y una tarta con velitas encendidas, de esas que parecen bengalas y de fondo sonaba, a un volumen bastante alto, The Wall de Pink Floyd y un retrato gigante con la foto de Borges, esa en blanco y negro, la que está con los ojos cerrados, como apretándolos con fuerza, cubría la pared del fondo. Mi amiga me empezó a mirar como pidiendo una explicación. Cantamos el feliz cumpleaños, aplaudimos y hubo gritos y algún silbido. Salimos de la casa y caminamos durante horas por las calles de Barrio Norte. En conclusión, había sido una noche perfecta. Caminamos en silencio.

Debo fingir que en el pasado fueron

Persépolis y Roma y que una arena

sutil midió la suerte de la almena

que los siglos de hierro deshicieron.

Debo fingir las armas y la pira

de la epopeya y los pesados mares

que roen de la tierra los pilares.

Debo fingir que hay otros. Es mentira.

Sólo tú eres. Tú, mi desventura

y mi ventura, inagotable y pura.

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