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Un punto negro en la nieve

Un perro negro en la nieve.

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Si tuviera la cámara acá haría una foto. Aunque sea para recordar esta escena, por si algún día dejara de importarme todo, por si eso sucediera poder tener un registro de cuando me importaba. Como una garantía. Una reserva para el futuro, por si acaso.

Estaba por cumplir los 18 años cuando me subí a un avión de Aeroflot desde Buenos Aires rumbo a Moscú a visitar a mi hermano, que tenía 22 y trabajaba con un grupo de periodistas españoles. Mi primer viaje. El viaje que me devolvió a la Argentina siendo una persona diferente. Las carreteras nevadas de Moscú quedaron en mi cabeza como mi escena favorita de una peli inexistente. Pero voy a lo importante: era una de las primeras noches y no podía dormir, casi la una de la mañana, me levanté, me acerqué hasta la ventana de la habitación y vi a una mujer paseando a su perro, -20 grados, un perro negro, enorme, ella con abrigo, bufanda y sombrero. Pensé que cuando fuera más grande iba a vivir en una ciudad cubierta de nieve y pasearía con mi perro en la madrugada como aquella mujer, entonces abrí la ventana, no me importó el frío, tenía 18 años y a los 18 años a nadie le importa el frío, yo quería ver al perro con más claridad: un punto negro en la nieve.

Se alejaron hasta que los perdí de vista y me dormí pensando en ellos. Imaginando, porque en verdad era una extraña con su perro.

A la mañana siguiente atravesamos con mi hermano la ciudad, en metro, también, en medio de una nevada violenta y silenciosa, para encontrarnos con un chico ruso que nos había grabado la discografía completa de Vladímir Vysotsky. Nos la entregó en una caja blanca de zapatos en la escalinata de la estación. Después, con la caja en la mano, anduvimos perdidos bajo tierra por el anillo de oro no sé por cuánto tiempo.

Hoy, cuando escucho la voz ronca y rasposa de Vysotsky veo al perro en la nieve desde mi habitación en Moscú. Y cuando no puedo dormir, y pienso que sí, que ya soy grande, que soy grande y no lo hice, que no cumplí, pero que de algún modo lo conté dándole vida en una obra de teatro. Después de todo, de eso se trata escribir: un punto negro en la nieve, desde aquella ventana, una noche cualquiera. Pero desde otra ventana, hoy en Madrid, también entiendo que estoy a tiempo, que aún ni tuve que usar esa reserva del “por si acaso”, que por suerte veinte años después me sigue importando la señora del sombrero, que estoy a tiempo de cumplir conmigo, que hay que hacerse todas las ilusiones posibles, pero que también hay que llevarlas a cabo, que las ilusiones si se acumulan más de la cuenta se pudren. Entonces acá, junto a mi perra, desde mi casa en Puerta del Sol, con los colores mágicos de esta ciudad hago planes y entiendo, entiendo eso que pensé desde aquella otra ventana en Moscú, pero entre aquel Moscú y este Madrid pasaron muchas cosas que pudieron acabar con todo y sin embargo pasó eso, entendí algo: a la debilidad la podés hacer fuerte si la mirás a los ojos, aprendí que siempre hay algo más, que todo dice más de lo que dice, que los detalles importan, que hay que observar más, que no hay que dejar pasar ciertas cosas, que no todo da igual, que una señora de sombrero con un perro en la nieve en mitad de la noche pueden salvarte después de años sin siquiera enterarse. 

Cae la tarde con 41 grados, el calor es insoportable, pero suenan los Caballos caprichosos de Vysotsky: “A lo largo de la cornisa del abismo, en su mismo borde, corren los caballos (…) me bebo el viento, trago la niebla (…) ¡corran más despacio, caballos!”, y miro a mi perra concentrada en los sonidos de la calle, el cielo naranja. Si tuviera la cámara acá haría una foto. Aunque sea para recordar esta escena, por si algún día dejara de importarme todo, por si eso sucediera poder tener un registro de cuando me importaba. Como una garantía. Una reserva para el futuro.

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