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El debate: la gran representación teatral

Los candidatos a la presidencia del Gobierno, durante el debate.

José Miguel Contreras

Es un error plantear la pregunta de quién gana o pierde un debate. El hecho de ser el mejor orador, de tener las mejores propuestas o de ser el que mejor maneja la puesta en escena no implica ganar un debate electoral. La victoria la obtienen aquellos que consiguen cumplir los objetivos que inicialmente se habían planteado. Normalmente, son objetivos concretos que pretenden resolver algunos retos para los que una comparecencia pública de esta envergadura puede servir. Cabe la posibilidad de que alguien pueda aparentemente perder un debate en los sondeos publicados por los medios y, sin embargo, haber alcanzado el objetivo inicial que tenía previsto. En realidad, ese habría sido el auténtico ganador. Para poder determinar quién es el verdadero ganador de una contienda televisiva nos puede ayudar aplicar dos juegos que nos sirven para entender el mecanismo de funcionamiento de este tipo de formatos: el juego de los roles y el juego de los dilemas.

El juego de los roles. Una buena técnica profesional para preparar un debate es hacer un ejercicio en el que se establece el papel que cada contendiente va a desempeñar. Al igual que ocurre en una obra de teatro, hay diferentes personajes. Cuanto más definidos e interesantes resulten, mejor serán recibidos por los espectadores. No es lo mismo ser la protagonista estelar que hacer de secundario sin texto, si queremos conseguir la afinidad del auditorio. Un cotidiano error es el de renunciar a este paso y salir al escenario sin saber muy bien quién eres y cuál es tu función en la representación. 

Este lunes, Pedro Sánchez se atribuyó el rol de El Presidente. Asumió ese personaje. Vistió como tal, habló y se comportó como si lo fuera. Incluso, más que propuestas, planteó anuncios que sonaban a oficiales como si ya hubiera ganado las elecciones. Curiosamente, los demás le dejaron cubrir ese espacio. Pablo Casado aceptó el rol de El Aspirante. Asumió un papel secundario sin mostrar autoridad y envergadura suficiente como simple candidato aspiracional. Pablo Iglesias hizo de Pablo Iglesias, El Renegado. No cabe duda de que es el mejor orador de todos, aunque ayer le perjudicó su guion. Se movía con cierta indefinición sin dejar claro si buscaba representar la figura un futurible vicepresidente de gobierno o la del rebelde representante de una oposición inconformista y reivindicativa. Albert Rivera fue el lunes El Pendenciero. Apareció como un político ansioso y algo desesperado que buscaba de forma un poco alocada polemizar con cualquiera con el que se cruzara. Acabó dando la sensación de quedar fuera de la representación. Finalmente, Santiago Abascal buscó el rol de El Justiciero. Sin corbata, fornido y casi “pelo en pecho” lanzó sus proclamas populistas al estilo de la ultraderecha europea. Le faltó el golpe escénico de hacer su discurso subido a lomos de su caballo.   

El juego de los dilemas. En el debate del lunes, los candidatos, nuestros cinco personajes, se presentaban con diferentes estrategias condicionadas por la evolución de la campaña electoral y por sus expectativas ante las urnas. El ideal en un debate es tener muy claro qué es lo que tienes que hacer. Luego, podrás desenvolverte mejor o peor, pero eso es otra cuestión. El problema aparece cuando surge un dilema y tienes el inconveniente de tener que decidir tu estrategia entre varias alternativas y a veces sobre la marcha. Cuanto más complejas y antagónicas sean tus disyuntivas, más complicado será afrontar bien el debate. El lunes, dos de los candidatos llegaron sin dilemas. 

Santiago Abascal no tenía duda alguna. Iba a soltar su panegírico populista basado en el ataque a todos los partidos restantes con especial mención a lo que suele llamar la “dictadura de los progres”. Su posición era clara: no quiero pelea, pero si me buscan me van a encontrar, como si acabara de abatir las puertas del saloon en el far west. Para él, enfrentarse a la izquierda era su oportunidad para dar satisfacción a su parroquia. Desde la derecha, está acostumbrado a que nunca le tosan.

Pedro Sánchez sabía a lo que iba. Era consciente de que le esperaban ataques continuos indiscriminados de sus adversarios desde todas partes y sobre cualquier asunto. Su principal objetivo era indiscutible: intentar salir vivo de la cruenta refriega a la que se iba a enfrentar. Diseñó una estrategia consistente en atacar siempre que pudiera para no dar muestras de debilidad en su papel presidencial y dedicarse a escribir sus memorias mientras le sacudieran, pretendiendo dar la impresión de quedar indemne y no darse por aludido. 

Pablo Iglesias salió a escena viviendo un dilema trascendente. Tenía que decidir cómo abordaba la relación con Pedro Sánchez, que es su socio inevitable si desea una futura una coalición de gobierno. En las anteriores elecciones, había enfocado el discurso desde la idea de que UP debía entrar en el gobierno para vigilar y controlar a los socialistas. En esta ocasión debía optar por decidir si buscaba la coalición desde la confrontación o desde la concordia. Apareció un curioso desencuentro. En la primera parte, Iglesias se mostró más conciliador. Tras los ataques de Sánchez recuperó mayor agresividad en la segunda parte. Curiosamente, coincidió con el movimiento de repliegue del líder socialista que había decidido reducir sus invectivas. 

Pablo Casado lo tenía más complicado. Su dilema era muy difícil de resolver. Debía elegir entre hacer primar su perfil aparentemente más moderado, para conseguir llevarse votantes de Ciudadanos, o sacar a relucir un discurso más extremista para detener la sangría de votantes que se marchan a Vox por el lado opuesto. Buscó claramente huir de cualquier choque con Abascal por mucho que le esté robando buena parte de su electorado. Incomprensible.

Finalmente, Albert Rivera llegaba al debate convertido en un completo dilema. Ciudadanos pierde votos por la extrema derecha, por la derecha y por el centro izquierda. Tenía muy complicado encontrar un posicionamiento que le permitiera tapar tantas vías de agua repartidas en diferentes puntos del casco del barco. Rivera basó su estrategia en polemizar con cualquiera que estuviera dispuesto en un intento de demostrar su capacidad para seguir en primera línea del frente de batalla. Lo peor para él es que casi siempre le ignoraron.

En conclusión, dos asuntos pendientes. PSOE y Unidas Podemos deberían llamarse antes de cualquier debate y comentar si van a la gresca o en elegante discrepancia. Sería un primer paso para posibilitar futuros acuerdos. En segundo lugar, como el PP no se plantee frenar a Vox, puede vivir una triste noche el próximo domingo.

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