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La delgada línea entre servir al PP o servir al Estado

Rosa Paz

Ni una crítica. El Gobierno no quiere oír ni una crítica, ni aquí, ni en el extranjero. Nada de periódicos internacionales que resalten algún aspecto negativo que le afecte, y menos ahora que el presidente Mariano Rajoy se ha vuelto aficionado a los titulares periodísticos, como demostró con la retahíla de ellos que leyó en el reciente debate sobre el estado de la nación. El problema no estriba en que al Ejecutivo le preocupen las críticas exteriores a España, lo que entra dentro de la lógica, como entra también dentro de sus responsabilidades tratar de desmontar juicios o prejuicios que perjudiquen a los intereses de país. Pero no, lo que parece incomodar más al Gobierno es que se resalten detalles que afectan a sus iniciativas, a los proyectos más ideológicos del PP. De ahí que le haya dado por utilizar el servicio exterior del Estado, la red de embajadas, para publicitar sus políticas, las suyas propias, en todo el mundo. La reforma laboral o la condena por el Supremo a Garzón.

¡Vamos!, que The Guardian afirma, por ejemplo, que la reforma de la ley de seguridad ciudadana limitará la democracia en España, pues se pone manos a la obra y se envía a todos los embajadores un argumentario explicando que con el proyecto del ministro de Interior, Jorge Fernández, no se pretende castigar más, sino “castigar mejor”, que no se trata de proteger a los políticos “sino de proteger la democracia”. Así, los máximos representantes de España en el exterior pueden aprovechar cada pausa en una reunión o una charleta en una recepción para explicarles a los responsables políticos del país anfitrión, a sus colegas de otros países o al mundo económico-financiero, que como aquí la cosa está complicada hace falta endurecer las leyes. Como si en los demás países no hubiera manifestaciones, ni protestas y como si sus diplomáticos destinados en España no supieran cuál es el grado de inseguridad ciudadana en España y no tuvieran criterio para valorar si esta es una reforma necesaria o una ley que pretende restringir los derechos de expresión, manifestación e información.

No parece que en el argumentario enviado a los embajadores se incorporen datos como que la nueva ley pretende castigar con multas allí donde los jueces no han observado prácticas delictivas, por ejemplo en los escraches, en las convocatorias de protestas por Twitter o las concentraciones no violentas frente a instituciones como el Congreso de los Diputados. Ni parece tampoco que les hayan pasado los datos de manifestaciones con disturbios facilitados hace una semana por el propio director general de la Policía, Ignacio Cosidó, que explicó en el Senado que de las 25.461 manifestaciones que se produjeron en 2013 en España, la policía solo tuvo que intervenir en 23. Fue el propio Cosidó el que cifró en un 0,1% las concentraciones en las que se utilizó material antidisturbios y en un 1% las que registraron algún tipo de incidente.

Si estos datos acompañaran a los argumentos a favor de la ley remitidos a la más alta representación diplomática a lo mejor los destinatarios los archivarían antes de quedar en ridículo. Aunque se supone que los embajadores leen prensa española y han podido acceder a esas informaciones. Igual que habrán visto las consideraciones del Consejo Fiscal sobre cómo algunos de los supuestos que recoge el proyecto de reforma ya están incluidos en el Código Penal y en la ley de Seguridad Ciudadana de 1992 o difícilmente pueden siquiera merecer una multa administrativa.

Lo peor es que con este afán del Gobierno de utilizar la estructura pública para defender sus políticas se puede generar un problema más grave. Porque si para justificar la reforma de la ley de Seguridad Ciudadana se transmite al exterior la imagen de que aquí hace falta proteger la democracia de los manifestantes, los que no vengan mucho por España o sean crédulos que no contrastan la información, pensarán que esto es la jungla de la guerrilla urbana. No parece que sea la mejor manera de defender la Marca España.

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