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Democracia: razón e infortunio

Joe Biden, en la Cumbre virtual por la Democracia. EFE/EPA/TASOS KATOPODIS / POOL

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El pasado jueves, el presidente Biden inauguró la cumbre internacional en defensa de la democracia, que congregó de manera virtual a un centenar de dirigentes de todo el mundo. Las tensiones vividas en el proceso de transición entre la Presidencia Trump y la de Biden, la constante presión de los republicanos en diversos estados con propuestas de cambio electoral para reducir el peso de las minorías, o la nueva polarización que vive el país en torno a la ilegalización del aborto, son el sustrato al que Biden trata de dar respuestas. El peligro de desestabilización del sistema democrático es evidente y, esta vez, las amenazas no son exteriores. Tienen sus fundamentos en el propio sistema político estadounidense. Un escenario que se repite en otras partes del mundo y que de manera explícita forma parte de una estrategia global, ultraconservadora y autoritaria, que busca capitalizar el miedo y la incertidumbre reinante. Trabajando y explotando el factor emocional por encima de cualquier análisis racional. Presentando, como recalcó el mandatario estadounidense, el autoritarismo y la represión como la forma más eficiente de hacer frente a los desafíos actuales.   

Lo cierto es que los tradicionales contrafuertes de un sistema político, legitimidad y eficacia, no parecen pasar por su mejor momento. La desconfianza y la insatisfacción de los ciudadanos de buena parte del mundo en el sistema democrático en el que viven, no deja de crecer, como señalan los informes más acreditados (ver, por ejemplo, el de Pew Research). Y crecen asimismo las dudas sobre la capacidad de esos mismos sistemas para hacer frente a retos sistémicos como los que actualmente nos afligen. Por otro lado, esas tensiones no afectan de manera equitativa a los distintos sectores sociales de cada país, ni tampoco es simétrica la resultante si tenemos en cuenta las comparaciones entre países. Ello tampoco ayuda a corregir la tendencia de insatisfacción y fatiga con que la ciudadanía se relaciona con la política. Más bien lo que se genera es un aumento de la emotividad a la hora de vincularse, relacionarse con esa realidad sociopolítica. Crecen pues las dudas sobre la capacidad de la democracia de responder a las nuevas exigencias, cuando precisamente han sido la flexibilidad y la adaptabilidad algunas de las características más destacadas siempre en el funcionamiento de los sistemas democráticos en distintos momentos históricos. 

Parecería que la vida política, en su perspectiva más institucional, tiene cada vez más dificultades para relacionarse con los sufrimientos, las dificultades del día a día, la caja negra de las iras y cóleras que atraviesan de manera cada vez más frecuente la existencia cotidiana. Las instituciones políticas, sobre todo las de escala territorial más amplia, aparecen como alejadas, insensibles, revestidas a veces de arrogancia tecnocrática o de populismo simplificador. Crecen las emociones. Las sensaciones de humillación, de resentimiento, de indignación, de amargura o de rabia. Que necesitan proyectarse y que encuentran muchas veces la diana necesaria en unas instituciones lejanas y en unos políticos percibidos como insensibles. Una diana en las que proyectar y lanzar ansiedades y desconfianzas. Es en ese contenedor en el que buscan respaldo las tendencias polarizadoras, las visiones nostálgicas en relación a un pasado visto como ordenado y comprensible.

Las sombras que ese conjunto de reflexiones proyecta sobre el devenir democrático son muy importantes. La gente se siente más vulnerable, tiene más miedo con relación al futuro, no acaba de ver cómo colocarse en un contexto crecientemente segmentado fruto de una explosión de diversidad, y no percibe que el mensaje que le llega desde el poder constituido muestre claridad y proyecte una perspectiva creíble y sólida. La situación es preocupante, en el sentido de que esa fatiga democrática puede acabar dejando sin salida a quienes por un lado muestran una actitud indolente o perezosa frente a quienes no perciben que les atiendan suficientemente en sus preocupaciones, y, por otro lado, sin que parezcan emerger alternativas claras al escenario que les rodea.

La política sigue siendo necesaria en ese escenario aparentemente bloqueado. Una política que solo puede ser democrática si queremos evitar los autoritarismos de signo distinto, autoritario populista o jerárquico tecnocrático, pero autoritarismos al fin. La política democrática ha de recuperar capacidad de protección y ha de hacerlo de manera no jerárquica ni patriarcal. Deberíamos ser capaces de recuperar salidas colectivas a las emociones individuales sin posibilidad de conexión. Vivir en igualdad, no significa ser homogéneamente iguales, ni excavar sin cesar en los que nos diferencia. Implica aceptar ese vivir entre semejantes, querer vivir en igualdad reivindicando mi ser distinto y aceptando el de los demás. Una democracia reforzada desde la aceptación de su complejidad y de una incertidumbre que nos ha acompañado siempre como género humano.

Frente a las emociones e infortunios no son suficientes buenas razones. Se necesita una dosis significativa de pasión, que enfrente empatía y buen hacer frente a odio y acusaciones sin fundamento. Desde una lógica estrictamente racional se apela a los intereses a la hora de defender propuestas e iniciativas, pero eso ya no es suficiente. Como dice Pierre Rosanvallon en su último libro, vivimos una época en la que la realidad nos plantea una gran cantidad de retos y padecimientos vinculados a la supervivencia, que se expresa en situaciones de desprecio, de injusticia, de discriminación y de incertidumbre, por las que pasan cada vez más personas. Frente a ello, el reforzamiento de la democracia exige apartarse de lógicas que refuercen y agudicen esos malestares, y, al mismo tiempo, ir más allá de respuestas estrictamente tecnocráticas incapaces de conectar con tales experiencias negativas. Será necesario fundamentar una representación política más cercana, más fraternal y menos sistémica y delegativa. Representar a la sociedad, compartiendo esas penas e infortunios, haciendo presentes sus emociones y razones. 

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