El despropósito Erasmus: cuando el Estado no es de fiar
Al bueno de Aristóteles, en su elogio de la palabra y la razón, se le olvidó añadir que lo que también hace profundamente políticos a los humanos es la imaginación. Precisamos de la fantasía para mantener cualquier institución. Piensen, si no, en los impuestos. “Hacienda somos todos”, nos dicen para que funcione uno de los elementos más sensibles a la hora de medir la obediencia política de un pueblo. Todos debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades al desarrollo de lo público. Y así imaginamos que lo que pagamos al consumir, o por nuestra renta, va directamente a un hospital, al cuidado de las calles o a la nueva escuela pública. Si empezamos a conocer que nuestros impuestos se dedican a rescatar banqueros entrampados mientras se expulsa a familias enteras de sus casas, o a financiar partidos políticos de Gobierno que se financian irregularmente, nuestra imaginación sufre una buena sacudida. No digamos ya si se perpetran amnistías fiscales. “Hacienda somos todos”, nos repetirán, y ya no estaremos tan seguros.
El propio Estado es producto de nuestra imaginación política. ¿Alguien ha entrado alguna vez en él? Podemos acudir al ayuntamiento más cercano, a la sede de un ministerio concreto, o visitar una de las pocas empresas públicas que queden en pie, pero tendremos que hacer uso de nuestra fantasía para conectar todo ello y pensar globalmente en ese Estado que, como nos recuerdan desde Hacienda, somos todos. Decía Edmund S. Morgan que la propia representación política es un concepto que se mantiene como un castillo de arena sobre nuestras frágiles imaginaciones. Creemos a pies juntillas que alguien ausente puede ser sustituido por esa otra persona, el diputado, que lo hace presente no solo a él, sino a varios cientos de miles de personas más. Casi nada.
Estamos, por tanto, en todo momento rodeados de ficciones, unas más útiles que otras, unas con necesidad de hacerse más reales que otras. Al fin y al cabo, cuando la doctrina del derecho divino de los reyes se guardó en un cajón fue, efectivamente, porque las gentes de entonces ya no creían que reyes tan mentirosos y mezquinos como Carlos I de Inglaterra fueran en realidad lugartenientes de ningún Dios. Pero, sobre todo, porque esta ficción dejó de ser de utilidad a quienes la mantenían viva. Solo les traía arbitrariedad y persecuciones.
Pues bien, estos días en España la confianza en el Estado se ha situado bajo mínimos. No solo se trata de la retahíla habitual de corruptelas y despropósitos que de la Corona a los ayuntamientos nos hacen rabiar de indignación, sino que nuestros jóvenes estudiantes se han visto engañados de forma torticera, vía Ministerio de Educación, por “el Estado”. Cada curso los universitarios que obtenían la beca Erasmus, el exitoso programa de intercambio europeo, venían percibiendo una ayuda estatal de al menos 100 euros al mes. Nadie les advirtió de que esto, salvo para los exentos del pago de matrícula el año anterior, iba a desaparecer. Y menos aún contaban con que la ayuda se eliminaría con el curso empezado. Se fiaban del Estado, lo que ha estado a punto de suponer un grave perjuicio para muchos. A última hora y dada la presión generada incluso dentro de su propio partido, el ministro, sí, por fin, ha tenido que dar marcha atrás. Pero el descrédito ha cundido.
Estudiantes de Económicas saben que la confianza de inversores, consumidores, productores o contribuyentes es un intangible fundamental para la buena marcha de la economía de un país. Estudiantes de Derecho conocen que engañar, en ciertas ocasiones, no sale gratis de cara a la justicia. Quien estudia Ciencias Políticas reconoce que las leyes y las alianzas, los propios Estados, se mantienen en pie por la confianza ciudadana que se trenza cada día en ellos. Los estudiantes de Medicina y de Enfermería dedican cada vez más horas a pensar cómo mejorar los vínculos que establecen con el paciente. A los de Ingeniería les enseñan que no pueden cambiar a capricho los planos a mitad de una obra ya presupuestada; en realidad, en este caso imagino que todo el mundo lo da por hecho.
Todo ello contrasta con cómo desde el Ministerio de Educación se engaña a cara descubierta. Lo hizo el ministro, José Ignacio Wert, hace unos días cuando cifró el seguimiento de la huelga del 24 de octubre en un 20%. Lo hizo la secretaria de Estado de Educación cuando, durante esa misma huelga a la que tildó de “fracaso”, dijo que los profesores teníamos nuestro puesto de trabajo asegurado. Pero esta vez habían ido más lejos, pues implicaban al propio Estado en el engaño. Miles de jóvenes saben que, de no haber protestado, se les habría cambiado las reglas a mitad de partido. Bastaba una orden ministerial en el BOE.
Cómo habrá sido el despropósito que hasta la Comisión Europea, por medio de un portavoz, había pedido la rectificación del Ministro. Nuestra confianza en el Estado vuelve así a sufrir un fuerte embate, apenas unos días después de que un delegado de Gobierno, de nuevo en nombre del Estado español, anunciase que se colocarían de nuevo cuchillas en la valla de Melilla. Cuchillas, recordemos a nuestra imaginación, puestas ahí para cortar los cuerpos de todas aquellas personas que quieran cruzar a nuestro país en pos de una vida mejor. Y pagadas con nuestros impuestos.
Precisamente la beca Erasmus, cuyo recorte se aplaza al año que viene, se concibió como un modo de hacernos más civilizados, más dialogantes, más abiertos. Para que los europeos nos conociéramos mejor. Dado su éxito, muchos pensábamos que futuros programas debían dirigirse a otras partes del mundo con la misma energía con que se emprendió el programa europeo. Pero lejos de esto, cada día nuestro Gobierno se empeña en comportarse de manera más bárbara.
Toda xenofobia, si no es muy acusada, se suele curar mediante el contacto directo, cercano, de la convivencia diaria. Una de las películas que mejor lo reflejan es Gran Torino, de Clint Eastwood, donde al personaje que este encarna se le cuela la amistad por la parte de atrás de su casa, por el garaje, haciéndole incapaz de mantener sus prejuicios contra sus vecinos asiáticos, de etnia hmong. Así, a varias generaciones de estudiantes europeos se nos ha ofrecido la posibilidad de conocer otras ciudades extranjeras no como turistas, sino como habitantes de ellas. Hemos aprendido idiomas, hemos conocido otros sistemas educativos, hemos respirado otras formas de vida vecinas en sus aulas, residencias, lavanderías, cines o cafés. Nuestras imaginaciones se han enriquecido para siempre. Se han hecho más sensibles, menos ignorantes de lo que eran antes de viajar. Hemos vuelto y lo hemos contado. Es difícil que quienes tenemos menos de 40 años empleemos términos despectivos que hace décadas eran moneda corriente en España contra los “gabachos”, por ejemplo. Hemos hecho amigos de por vida. Nuestro ADN reconoce ya de inmediato lo injusto y fuera de lugar que resultan términos peyorativos como aquel.
El programa Erasmus era así la esperanza en una ciudadanía europea compartida más allá del gran fiasco neoliberal de Maastricht. Hoy el Gobierno español sigue obediente a la troika, pero lamina el proyecto cívico europeo. Y en su modo de hacerlo ha devaluado la confianza interna y externa en nuestro Estado. No les basta la corrupción, los recortes de lo público, las mentiras electorales. También embarcan a las instituciones en sus fechorías. Miles de universitarios estaban las últimas horas colgados en diversas ciudades europeas haciendo números para pagar las residencias, haciendo papeles para justificar unos ingresos que les permitiesen quedarse, incrédulos por lo que estaba sucediendo. El Estado no había cumplido con ellos. El mismo Estado capaz de colocar cuchillas en la valla de Melilla apenas unos días después de que todo el mundo se declarase avergonzado tras las muertes de Lampedusa; siquiera unas horas después de que decenas de personas, algunas de ellas niños, fueran encontradas sin vida, aniquiladas por la sed, en el desierto de Níger camino a Europa.
No es casualidad. Ambas decisiones nos han mostrado la enésima contrarreforma de este país, el último giro hacia dentro de un Gobierno que se muestra a sus vecinos más pobres con muros, alambradas y unas cuchillas capaces de cortar la vida a quienes debíamos acoger, por principios y por responsabilidad, con los brazos abiertos.
Pero mientras las viejas ficciones caen, nuevos imaginarios surgen. Por eso los Erasmus no se han quedado quietos, se han organizado, han solicitado firmas, hecho vídeos y protestado en la escena pública diciendo que, si eran cientos, serían molestos pero que todos juntos lo conseguirían. Y así ha sido. Un nuevo tiempo se aproxima, señor Wert, y políticamente usted no tiene hueco en él más que como ejemplo de todo lo que no deberemos hacer en el futuro. Au revoir.