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Diversidad de lenguas

Hemiciclo del Congreso de los Diputados, en una foto de archivo.

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La primera vez que estuve en Suiza, hace ya muchos años, una de las cosas que más me sorprendió, que casi me deslumbró, porque yo siempre he sido muy amante de las lenguas extranjeras, era la facilidad con la que los suizos eran capaces de pasar del francés al alemán o al italiano de una manera casi automática y sin esfuerzo aparente. Los empleados de la información turística, de los bancos, de Correos, los policías, los camareros... todo el mundo. De las cuatro lenguas oficiales, daba la sensación de que casi todo el mundo hablaba al menos tres y era capaz de entenderlas todas.

Entonces fue cuando empecé a pensar lo bonito que sería para el futuro de Europa que todos fuéramos capaces de entender al menos tres de las lenguas más habladas. Siempre me ha parecido un sueño el que cada uno pueda hablar en su lengua, pero comprenda lo que le dicen en otras dos o tres. No es cuestión de elitismo, sino de algo muy simple y necesario. La lengua es lo que une a las personas, el vehículo que permite reconocerse, comunicarse, reírse, disentir, ponerse de acuerdo, trazar planes, conocerse, a fin de cuentas.

Cuando uno aprende una lengua no se trata solo de poder traducir a partir de la propia, sino que, junto con las palabras y las estructuras de la lengua que uno aprende, viene necesariamente la categorización de la realidad que cada grupo humano tiene, partiendo de la lengua que habla. Cada sociedad ve la realidad de una manera diferente –a veces un poco nada más, a veces mucho– según la lengua que usa. Por eso, cuando se aprende otra lengua, se aprende también su manera de ver las cosas, su sentido del humor, sus mitos, leyendas, canciones tradicionales, la narración de la historia de ese pueblo, sus tradiciones, sus modelos, sus comidas... todo lo que une a las personas que la comparten. Por eso, al aprender una lengua nueva, crecemos, nos ampliamos, nos damos cuenta de que todo se puede ver al menos de dos formas diferentes, igual que las mismas cosas tienen dos palabras que las nombran, una en la lengua materna y otra en la lengua aprendida. 

Nunca he sido capaz de entender a las personas y a las sociedades que se niegan a aceptar la variedad lingüística, que no reconocen la riqueza que representa. Siempre me ha parecido estúpida la postura de tantos anglosajones, sobre todo estadounidenses, que consideran que todos los otros pueblos deben aprender su lengua mientras que ellos no tienen ningún interés en aprender la de los demás.

En nuestro país hay cuatro lenguas oficiales (de hecho hay más), aunque una de ellas es hegemónica y todos los españoles tenemos el deber de dominarla y el derecho a usarla. Es algo muy importante para una sociedad tener un vehículo de comunicación que todos puedan usar con un alto nivel de competencia. Sin embargo, es muy aconsejable ser capaz de entender las otras lenguas oficiales, aunque no seamos capaces de expresarnos con fluidez cuando intentamos hablarlas. Producir siempre es más difícil que comprender y necesita mucho empeño y mucha práctica.

En todas las Comunidades Autónomas donde existe una lengua que no sea el castellano, cualquier persona que aspire a un puesto de funcionario tiene que pasar un examen para probar que domina esa lengua, además de la propia, sea esta la que sea. Eso es así en toda España. Puede parecernos mejor o peor esa norma, pero está claro que si una persona tiene un puesto en el funcionariado y quiere cambiar de lugar de residencia y seguir trabajando en la nueva ciudad, tendrá que probar que domina la lengua del lugar al que se traslada.

Sin embargo –y ahora es cuando empiezo a meterme en un tema que seguramente no le hará gracia a muchos–, los diputados del Congreso, y los políticos en general, no tienen ninguna obligación de hablar y entender nada que no sea el castellano. ¿No sería correcto y justo que cualquier político, especialmente de nivel nacional, domine al menos otra lengua de las oficiales, además de la suya materna? ¿Que sea capaz de entender, al menos entender aunque no pueda hablarlas, dos o tres? Si le exigimos a cualquier español o española el dominio de la otra lengua oficial en su lugar de residencia, ¿por qué no le exigimos a la clase política que sea capaz de hacer lo mismo?

Además de una pura cuestión de justicia, sería –como ya apuntaba al comienzo de este artículo– una manera de comprender mejor el mundo y la realidad de muchos ciudadanos que no son castellanoparlantes.

Sería un gesto de buena voluntad, una forma de empatizar con muchas de las personas a quienes representan y, la verdad, tampoco es tan difícil para alguien de lengua materna castellana aprender catalán y gallego que, al fin y al cabo, son derivaciones del latín, igual que el castellano. Aprender euskera es mucho más difícil, creo que todos estamos de acuerdo, pero también es posible hacerlo, al menos para ser capaz de comprender lo que se oye o de leer un texto sencillo.

Luego, por supuesto, también debería ser exigible el dominio del inglés para la comunicación internacional, dado que desde hace ya mucho, esa es la lengua básica de comprensión general; no ya el inglés británico o estadounidense, sino esa especie de koiné que nos sirve para comprendernos cuando salimos de nuestro país. Lógicamente, para cerrar acuerdos entre países o para temas de gran importancia comercial o estratégica, entran en juego los intérpretes profesionales, pero para las relaciones interpersonales amistosas o simplemente corteses, sería de esperar que nuestros políticos y políticas cumplan con los criterios que se le piden a casi cualquier profesional de cualquier ramo que necesite cruzar nuestras fronteras para el desempeño de su profesión o su cargo.

En el mundo, el español es uno de los idiomas más fuertes e importantes, pero eso no debería llevarnos a adoptar la postura anglosajona, eso de “que aprendan ellos mi lengua”. Cada persona ve la realidad a través de la lengua que aprendió en brazos de su madre (por algo se llama “lengua materna”), pero eso no impide querer ir más allá y, por supuesto, el amor a la lengua propia no da derecho a despreciar las ajenas, mucho menos a silenciarlas o prohibirlas.

Soñar por soñar –al fin y al cabo, una de mis líneas literarias es el fantástico y la ciencia ficción–, me gustaría que nuestras diputadas y diputados, además de conocer a fondo la Constitución (algo que parece evidente, pero que, visto lo visto, no debe de serlo tanto), fueran capaces de oír una alocución en catalán, en gallego o en euskera y contestar en la lengua en la que más cómodos se sientan, sabiendo que las Señorías que los escuchan van a comprender lo que dicen. Y para casos de extrema necesidad, siempre podemos recurrir al castellano que todos los ciudadanos y ciudadanas tenemos el deber de dominar.

Sinceramente, no me parece mucho pedir en un país moderno en el siglo XXI que nuestra clase política tenga una formación de buen nivel. No me parece presentable que para estar en el Congreso como representante de tantos españoles y españolas, baste con haber hecho carrera desde la adolescencia en un partido concreto. Si a cualquier ciudadano se le exige que aprenda una lengua más para trabajar como funcionario, ¿por qué los políticos no tienen que hacerlo? ¿Por qué siempre y solo castellano?

Un último detalle por si a alguien le extraña que diga “castellano” unas veces y otras “español”. Digo “español” cuando me refiero a la lengua oficial de nuestro país en el concierto de naciones, para las relaciones internacionales. Digo “castellano” cuando estoy hablando del dialecto del latín que se extendió en Castilla, el que llevamos con la Conquista a América y Filipinas.

Soy consciente de que mi propuesta no va a encontrar muchos seguidores, especialmente en la clase política, pero me parece importante reflexionar de vez en cuando sobre este tipo de cuestiones porque, si no le damos un par de vueltas, hay mucha gente que acaba pensando que la única lengua importante, necesaria y evidente es la que hablan ellos. Y conste que yo soy castellanoparlante, que he dedicado mi vida a la enseñanza de la literatura hispana y que amo profundamente mi lengua materna, la que conformó la realidad en la que vivo y la que, para mí, tiene los acentos más dulces y profundos. Pero a lo largo de mi vida he aprendido varias más y eso me ha enseñado que en la diversidad están la riqueza, la empatía, y la amplitud mental.

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