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Externalizar riesgos, una egoísta estupidez

Italia rastrea a los pasajeros del vuelo que introdujo el primer caso ómicron.
1 de diciembre de 2021 22:30 h

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La aparición de la variante ómicron del SARS-CoV-2 ha levantado todas las alarmas y especulaciones sobre su gravedad e impacto en nuestras vidas. Acompañado de una cierta histeria colectiva, que ha llevado a algunos países a cerrar fronteras a las personas en vez de abrirlas a las vacunas. 

Como nos recuerda el periodista Xavier Aldekoa, los occidentales somos lentos en ayudar, pero rápidos en castigar. Además, lo hacemos estigmatizando y penalizando a países que, como Sudáfrica, han demostrado su compromiso con la transparencia y la cooperación. Todo, para aparentar una ficticia seguridad ante unos riesgos que nosotros mismos alimentamos con nuestro comportamiento.  

Lo de sorprenderse por la aparición del coronavirus podía colar a comienzos del 2020. Que nos hagamos los sorprendidos y entremos en pánico ahora por unas mutaciones, más que anunciadas, es de un cinismo insoportable. 

Los científicos y algunos responsables políticos llevan meses recordándonos que esta es una pandemia planetaria y como tal se comporta, a pesar de que nosotros nos empeñemos en tratarla como una cuestión local o regional. 

Durante los primeros meses de la COVID-19 hablamos de las muchas lecciones que nos enviaba la pandemia. Hoy, ya hemos comprobado que no somos capaces de convertir estas lecciones en enseñanzas. 

Los humanos somos reacios a aprender, cuando se interfieren los intereses. Nuestra memoria es selectiva, efímera y egoísta. Lo sabíamos de antes, aunque la gran recesión lo hizo aún más evidente. “Cuando entender algo comporta dejar de tener importantes beneficios, los incentivos para no entender son muy poderosos”. 

Esta dificultad para aprender no lo es solo con relación a la gran capacidad de contagio y mutación del SARS-CoV-2 si no se aborda como la pandemia global que es. 

En los momentos más duros del 2020 nos llenamos la boca de la importancia de los trabajos de cuidados, que nos permitieron sobrevivir a las situaciones más extremas. Incluso nos regalamos momentos de apoyo mutuo, con los aplausos que al final de cada día dedicábamos al personal que, sacrificando sus vidas, cuidaba de las nuestras. 

Hoy, ya nos hemos olvidado. Se continúa ninguneando y castigando a las personas que prestan estos trabajos de cuidados. Sus empresas —privadas y públicas— les niegan una mínima dignidad en el empleo y salarios. Incluso en algunas CCAA, la ciudadanía premia con su voto a quién más machaca a esas personas, en su mayoría mujeres. 

Ha llegado el momento de dejar de lamentarse y pasar a preguntarnos por las razones profundas de este estúpido comportamiento. Intentando no quedarnos en las explicaciones morales. Nuestra cultura judeocristiana nos arrastra a buscar en la culpa individual la responsabilidad de nuestras “desgracias”. Culpabilizar siempre ha sido una poderosa arma de control social.  

¿Estamos solo ante una expresión más de nuestro estúpido egoísmo? ¿O hay otras razones?  Esta es mi hipótesis.  

Nuestra civilización se lleva fatal con los riesgos que no podemos controlar. Nos gustaría vivir en la sociedad del riesgo cero. Por eso exigimos a nuestros científicos y responsable políticos certezas de todo tipo, muy por encima de la que están en condiciones de garantizarnos. Y por eso nos complace recibir como placebo de seguridad, decisiones como los cierres de frontera. 

Quizás por eso, ante los riesgos que no podemos controlar y las cosas que no podemos explicar, los humanos creamos las religiones. 

Lo novedoso de la sociedad contemporánea es que nuestra manera de negar los riesgos pasa ahora por externalizarlos a terceros. Este es el paradigma dominante que rige nuestra economía y en general nuestra vida social. 

Nuestro negacionismo de los riesgos nos conduce al espejismo de pensar que, externalizando los riesgos a terceros, estos desaparecen. Cuando lo que en realidad sucede es que se multiplican sus efectos. Especialmente en un mundo hiperglobalizado y superconectado. 

Practicamos este estúpido negacionismo cuando externalizamos procesos productivos para reducir costes. Sin entender que al hacerlo aumentamos los riesgos, por ejemplo, de desabastecimiento de productos básicos como sucedió en los primeros meses de la pandemia. O, ahora, de productos imprescindibles para mantener las cadenas globales de suministro.  

Practicamos este negacionismo de los riesgos, cuando montamos un sistema logístico de transporte por carretera que, para reducir costes, externaliza los riesgos al medio ambiente o al transportista autónomo, auto-explotador de sí mismo. Hasta que los riesgos nos rebotan, multiplicados, como un boomerang. 

Podríamos seguir poniendo ejemplos, especialmente aquellos en los que la ficticia reducción de riesgos pasa por externalizarlos a las mujeres.

Eso es exactamente lo que ha pasado con las estrategias de vacunación. Los científicos llevan meses insistiendo en que mientras no se produzca una vacunación generalizada en todo el mundo los riesgos de mutación del SARS-CoV-2 son muy elevados. Y nosotros continuamos comportándonos como si el coronavirus fuera un problema local o regional. 

Estos días he escuchado a personas solventes argumentar que es lógico que las farmacéuticas busquen la rentabilidad de sus inversiones y la maximización del beneficio para ofrecer un buen retorno a sus accionistas. 

Quién eso alega, obvia algunas cosas. Comenzando por el hecho de que una buena parte de las investigaciones, que nos han permitido acceder a las vacunas, han sido financiadas al menos parcialmente con recursos públicos. 

Además, no estamos hablando de un bien de consumo, como si fuera un automóvil, sino de un bien orientado a garantizar derechos fundamentales como los de la vida y la salud. 

No podemos continuar tratando las vacunas como si fueran meros bienes de consumo y la sociedad como un mero mercado. Este no es un debate nuevo. Las poblaciones de los países pobres vienen sufriendo las consecuencias de esta sinrazón –en forma de pérdida de vidas, muchas infantiles. Mientras las muertes son por malaria y no nos alcanzan a nosotros miramos a otro lado. Ahora, cuando la cosa afecta directamente a la ciudadanía de los países ricos, entramos en modo pánico. 

Urge otorgar a aquellos bienes que, como las vacunas, garantizan derechos humanos, la condición de bienes comunes, no sometidos exclusivamente a las leyes del mercado. Es un aprendizaje que nos sería muy útil para abordar el tratamiento y la regulación de los datos, el oro negro del siglo XXI. 

Para afrontar este cambio cultural será imprescindible encarar otro reto de mayor envergadura. Necesitamos dotar de un nuevo sentido moral a la economía. Mientras “dar valor al accionista” continúe siendo el gran dios que guía toda nuestra actuación económica y social, continuaremos negando lo riesgos, externalizándolos a terceros, a la sociedad, o a las generaciones futuras, como si así pudiéramos evitarlos. 

La pandemia nos envía muchas lecciones, nuestra obligación es convertirlas en enseñanzas colectivas. La primera y más importante, la necesidad de promover una fuerte disrupción en un sistema socioeconómico que está mostrando una clara insostenibilidad en términos ambientales, sociales y democráticos.

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