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Felipe y Cebrián

Juan Luis Cebrián y Felipe González, en una imagen de archivo.

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No creo que la arterioesclerosis intelectual y moral sea inevitable con el paso de los años. Pero, ciertamente, castiga a bastantes protagonistas de la transición española desde el franquismo a la democracia. Tal es el caso evidente de la longeva pareja de baile formada por Felipe González y Juan Luis Cebrián. Aunque, bueno, quizá este caso pueda explicarse porque ni uno ni otro fueron nunca tan progresistas como pretendían. Jamás fui felipista, que conste. Siempre pensé que Felipe era alguien de centroderecha, con vocación europeísta y cierta conciencia social, y que, si se había hecho del PSOE, era porque tenía su liderazgo al alcance de la mano en el momento en que entró en política. En cambio, me duele más lo de Cebrián.

Le debo mucho a Cebrián. Él me reclutó para el diario El País y me concedió los dos primeros puestos que le solicité: cronista de sucesos en Madrid y corresponsal de guerra en Beirut. En lo de Beirut, me preguntó en su despacho si yo hablaba inglés y árabe, le dije que no, pero que eso podía aprenderse, y él, aquiescente, me concedió la corresponsalía. Más tarde, llegó incluso a nombrarme director adjunto del periódico, cosa que ya no me apetecía tanto. En fin, creo que llegamos a ser de lo más amigos que él podía ser con uno de sus empleados. Cenamos con frecuencia en las ciudades extranjeras en las que yo ejercía la corresponsalía de El País y a las que él venía por motivos de negocios editoriales. En ocasiones, acompañados por nuestras esposas de aquellos tiempos, Teresa y Micaela.

Cebrián me hacía confidencias personales. Una de las últimas, a finales de los años 1990, cenando en el Hotel Pierre de Nueva York, ciudad a la que él había acudido para cerrar el trato con Ted Turner que daría lugar a CNN+. Me confesó que estaba harto de ser periodista y quería ser millonario. Cuando yo, asombrado, le dije que ya ganaba un buen dinero, me respondió que el verdadero dinero no se contaba por miles, decenas de miles o incluso centenares de miles de dólares, sino por millones. Estaba impresionado porque Ted Turner, su partenaire en lo de CNN+, le había contado que tenía avión privado, un rancho en Montana, un rebaño de búfalos con miles de cabezas y helicópteros con los que sobrevolar sus manadas. Además, estaba casado con la gran actriz cinematográfica Jane Fonda.

Cebrián decidió que iba a ser eso que los americanos llaman un mogul, un magnate de la comunicación y el entretenimiento, el primero de dimensión mundial en lengua española. Era la época del dinero fácil y Cebrián se puso a comprar todo lo que se le ponía a tiro. Desde una participación en Le Monde a emisoras de radio y televisión en las Américas. Todo ello, claro, con dinero prestado por los bancos. Esa megalomanía terminó llevando al grupo PRISA al borde de la quiebra –más de 5.000 millones de euros de deuda- tras la crisis de Lehman Brothers.

Cebrián no es un cobardica, nunca lo ha sido. En 2012 dio la cara en la mismísima redacción de la calle Miguel Yuste para anunciarnos que 129 periodistas de El País, los más veteranos y progresistas, habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y nos íbamos a la calle en un ERE que aplicaba la reforma laboral de Rajoy.  A la par, él se adjudicaba un bonus de 12 millones de euros. Las cosas estaban claras. A partir de ahí, impulsó un giro derechista de la línea informativa y editorial de El País que lo hacía difícil de distinguir del Abc y El Mundo. El periódico para el que trabajé 30 años ganó en descrédito, perdió en influencia y muchos de sus lectores lo abandonaron.

Ahora es él el despedido de El País y de Prisa por fichar por un medio digital ultra que se financia con la publicidad de Ayuso y el dinero de ricachones venezolanos. De tan previsible resulta risible y patético que su primera colaboración con ese medio haya sido ¡una entrevista con su cuate Felipe González! Escuchemos otra vez a estos viejos cascarrabias: la transición –que ellos lideraron, por supuesto– fue inmejorable, la mayor creación de la humanidad desde las pirámides de Egipto. Cualquier propuesta de renovación de la vida española, venga de Zapatero, venga de Pedro Sánchez, venga de quien venga, es una ocurrencia de chisgarabís.

Cebrián siempre fue muy soberbio, el Señorito lo llamábamos en Miguel Yuste. Pero, en la hora de su desgracia, sería injusto no reconocer que, en la segunda mitad de los años 1970 y toda la década de 1980, fue un grandísimo director. Un director audaz, simpatizante con la novedad, buen captador de talento joven, empeñado en colocar a España a la vanguardia. Construyó el mejor periódico en la lengua de Cervantes que jamás haya existido. Pero, convertido en Saturno, terminaría devorando a su hijo. Opacando su brillo y haciéndolo vulgar.

Una noche, en París, a comienzos de los años 1990, Cebrián me contó con orgullo que había vivido el Mayo del 68 en sus años mozos. Pero, un lustro y pico después, comenzó a convertir en un mantra la idea de que había que erradicar de El País el espíritu del 68: vitalismo, antiautoritarismo, irreverencia, amplitud de miras… La victoria de la derecha en la guerra cultural y la eclosión del neoliberalismo –Money, Money, Money– le habían devuelto a sus orígenes conservadores. Al fin y al cabo, era hijo de un patrón de la Prensa franquista y él mismo había sido jefe de informativos de TVE en el penúltimo año de Franco.

A diferencia de lo que pensaban muchos de sus lectores, El País nunca fue un diario nítidamente de izquierdas como The Guardian y Libération. Era, sin duda, demócrata, europeísta y universalista, valores que, en principio, no son exclusivos de la izquierda. Era también educado en las formas, ilustrado en lo cultural y avanzado en cuestiones de maneras de vivir, un saludable aire fresco en el panorama periodístico español. Pero en lo institucional siempre fue borbónico, en lo político, felipista –lo que diga Felipe- y en lo económico siempre estuvo con las empresas y contra los sindicatos.

No obstante, media un buen trecho de ahí al amarillento derechismo que afirmaba en un editorial de 2016 que Pedro Sánchez es “un insensato sin escrúpulos”. Es el trecho por el que ha ido descendiendo un Cebrián que ha dedicado el último cuarto de siglo a destruir todo lo que había hecho en el cuarto de siglo anterior. Ahora sabemos que en el sótano de su fracaso cabía una planta más. Se ha sumado al Sindicato del Crimen y trabaja para un panfleto de noticias falsas y opiniones desaforadas. No tenía necesidad; me apena por él, el director al que tanto admiré.

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