Fragilidad
Desde que tras las revoluciones burguesas aparecieron las primeras declaraciones de derechos y las primeras constituciones, los hombres, y uso el término con el carácter excluyente que entonces tuvo de las mujeres, hemos ido forjando un ideal de sujeto que vemos cómo ahora, muy singularmente ahora, se resquebraja. El sujeto individualista, omnipotente como los dioses de las religiones monoteístas, ambicioso y competitivo, que sustentaba además una economía salvaje de mercado, amparó a su vez una concepción de los derechos basada en las libertades que le permitían culminar su proyecto de vida, poseer y triunfar.
El sagrado derecho de propiedad, la sacrosanta libertad de conciencia y, en general, las llamadas libertades negativas, que suponen la no interferencia del Estado en las vidas de los individuos, sustentaron un modelo de sociedad que, dividida en dos esferas -la pública/masculina vs. la privada/femenina-, parecía capaz de reproducirse sin fatiga. Solo en momentos de crisis económica o tras el desastre de las dos guerras mundiales, el mundo occidental y formalmente democrático trató de revisar, muy superficialmente en todo caso, el modelo que en los siglos anteriores había alimentado tantos lobos de Wall Street y tantos males, en lo privado, que no tenían nombre. Los hoy maltrechos estados de bienestar fueron el intento más lúcido de hacer de lo público el espacio de corrección de las desigualdades y de los derechos, la herramienta jurídica más útil para hacer posible la solidaridad. En qué fue acabando este intento es historia tan reciente que no hace falta recordarlo.
Las tensiones del mundo globalizado, la creciente desigualdad en un planeta gobernado por los poderes salvajes o la cada vez más acuciante amenaza para la supervivencia que supone el cambio climático, nos está obligando en estos últimos tiempos a mirarnos frente al espejo. Un proceso que ahora, en estos días de alarma sanitaria y de suspensión de lo que creíamos que era el modo de vida más perfecto que pudiéramos imaginar, por más que anduviéramos siempre entre la ansiedad y la ficción de creernos invencibles, se vuelve más doloroso porque nos enfrenta, a todos y a cada uno de nosotros, a la imagen auténtica del que creyéndose lobo carece de estepa en la que devorar a los más débiles.
El parón al que nos obliga el virus, por más que andemos conectados en ese simulacro de comunidad que nos permiten las redes sociales y la pantalla siempre encendida, nos pone al descubierto, para quien esté dispuesto a asumirlo, claro, la única realidad que compartimos todas y todos. Ese punto en común frente al que ni siquiera el poder, político o económico, nos salva del todo. Me refiero a la humana fragilidad que nos define, a la precariedad que hace que nuestras vidas siempre pendan de un hilo, a esa debilidad última que tiene que ver con un cuerpo de horas limitadas y con el pequeño tamaño que tenemos los que un día pensamos que podíamos ser los dueños y señores de la Tierra.
Tal vez haya llegado el momento de darle la vuelta a la concepción tramposa sobre la que hemos construido los edificios jurídicos que llamamos Estados constitucionales y, con ella, el perverso y formal entendimiento de la democracia. El punto de inflexión que debería suponer estos meses de crecimiento negativo, y el cambio obligado en nuestros relojes de sujetos productivos y depredadores, podrían servirnos para empezar a darnos cuenta de la gran mentira, androcéntrica y etnocéntrica, sobre la que hemos construido la fantasía de la individualidad.
Tal y como tanto nos han insistido muchas teóricas feministas, desde las que hace décadas claman en el desierto por situar en el centro de la política la ética del cuidado a las que tratan de sustituir el concepto manipulable de libertad individual por el de autonomía relacional, deberíamos asumir como eje de referencia nuestra precariedad y, en consecuencia, la interdependencia que nos define no solo como humanos sino en general como seres vivos. Porque también somos y dejamos de serlo en relación con la Naturaleza que nos permite respirar.
Ello habría de conducirnos no solo a revisar toda una teoría de los derechos humanos de corte individualista y al servicio del mercado, sino a construir de otra manera las subjetividades que siguen siendo prisioneras de un mundo jerárquico en el que las esferas separadas de lo masculino y lo femenino nos obligan a hacer malabarismos entre lo productivo y lo reproductivo, entre lo que genera dividendos económicos y lo que sustenta los emocionales, entre el tiempo de los rendimientos y la necesaria lentitud de la vida compartida.
Aunque mucho me tema que los humanos, tan dispuestos siempre a creernos los dioses de los relatos que nos explican, o a dejarnos embaucar por salvadores que nos dan hecha la tarea, no estemos en la mejor disposición para enfrentarnos a la imagen que el espejo nos ofrece de nuestra pequeñez, no estaría mal que empezáramos a darnos cuenta de que el verdadero problema no es esta crisis sanitaria, ni la económica que vendrá después, ni la política que de repente se ha situado en un segundo plano, sino las más profunda que tiene que ver con un entendimiento de nuestra naturaleza y de los vínculos con los otros y las otras que nos condena a andar siempre por el precipicio. De ahí que más nos valdría ir asumiendo que solo somos cuerpos vivientes, frágiles y temporales. Y que el secreto de la política no debiera ser otro que hacer posibles espacios y tiempos en los que entre todos y todas hiciéramos sostenible nuestra compartida debilidad. Solo desde ahí sería posible hacer frente no solo a los virus que amenazan nuestro organismo sino a las amenazas que derivan de un mundo en el que, no nos engañemos, es la desigualdad la que mata todos los días.
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