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El franquismo «kitsch»

Hendaya (Francia), 23/10/1940. Adolf Hitler y Francisco Franco se entrevistan en la estación de tren de Hendaya, en presencia del Embajador español en Alemania, el general Eugenio Espinosa de los Monteros (centro) y de un interprete

Miguel Roig

Los nazis buscaban refugio en la mitología kitsch imitando los símbolos y los ritos de Roma; los fascistas italianos dieron un paso más e intentaron ser neorromanos, por eso se ataviaban como tales en sus reuniones públicas, portando fasces y rodeando de lictores a sus líderes. Si bien la figura de Francisco Franco se emparenta con una construcción similar, su universo kitsch se perfila con ejes diversos. Atendiendo, por supuesto, a las figuras de Hitler y Mussolini, Franco se interesó por el mariscal Philippe Pétain, la figura del Cid, pero fundamentalmente por los Reyes Católicos y la idea de la Reconquista.

La presencia de los Reyes Católico y de Felipe II en su imaginario puede que de algún modo haya alimentado la obra cumbre kitsch de Franco, que no es otra que la monarquía, ya que desde el poder tomó un príncipe, Juan Carlos de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, lo educó y lo formó a su medida; aceptó como su esposa a la princesa Sofía de Grecia y cuando lo creyó conveniente lo nombró su heredero. ¿No es acaso una obra capital del kitsch reproducir una monarquía y ponerla en circulación?

Prometeo a su manera, Franco le robó el fuego a la historia y creo una monarquía para los españoles. Y como en el relato breve Prometeo de Kafka, la historia se pretende o se asume como indescifrable. Cuenta Kafka que alrededor de Prometeo se tejen cuatro leyendas. La primera, conocida por todos, es aquella en la que los dioses lo castigan amarrándolo a una roca y las águilas devoran su hígado en permanente renovación. La segunda dice que Prometeo, deshecho por el dolor se fundió en la piedra. La tercera manifiesta que Prometeo pasó al olvido: Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, el mismo se olvidó. La última cuenta que todos se aburrieron, águilas y dioses incluidos y la herida se cerró de tedio. Solo permaneció el peñasco. La leyenda, concluye Kafka, solo pretende descifrar lo indescifrable: «Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable».

Franco puede que como apunta la leyenda ya se haya fundido en la piedra del Valle de los Caídos más allá de que sus huesos vayan a parar a otra parte (Franco y el franquismo son representados por esa colosal piedra), pero los dioses no parecen aburrirse ni las águilas han caído en el olvido. No hay más que mirar alrededor nuestro.

El kitsch no es más que un relato de esta historia, una manera de abordarla, una “maquinilla fallida” de un poder que no se resigna.

Hermann Broch afirma que en la esfera oficial todo discurso tiende a cruzar la frontera donde empieza la pacotilla –el kitsch– e imagina a los gobernantes en una suerte de flotación, «el que gobierna flota, como todo el mundo, en el barco que deriva hacia las islas de Pacotilla, con una diferencia preocupante sin embargo, la de que está convencido de tener bien agarrado el timón».

En el fondo, el franquismo sociológico cree estar en esa situación, timón en mano, lo cual es kitsch pero no debe ser observado como simple ingenuidad.

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