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La gran niebla

Vista de Madrid

María Ramírez

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El 8 de diciembre de 1952, tras cuatro días de niebla tóxica, el Guardian publicó una columna que contaba con un tono romántico e incluso chistoso las consecuencias de la nube que había oscurecido Londres. “Las torres de Westminster parecían encantadas. El gótico es el único estilo arquitectónico al que le sienta bien la bruma”, decía el texto. “Jóvenes de pelo rubio apocado por la niebla pedían cita en la peluquería”.

Ni la prensa ni el gobierno ni los hospitales ni la mayoría de los ciudadanos entendieron entonces la gravedad de la repentina nube del carbón de las chimeneas, las emisiones de los nuevos autobuses de diesel y la mezcla de amianto y otras partículas industriales.

Al mes siguiente, el Guardian ya destacaba que había más muertos que en la peor epidemia de cólera de ciudad. Pero pasaron décadas hasta tener una idea más completa del alcance de esos días que sirvieron como dramático experimento de los efectos de la contaminación en las personas. Se estima que los muertos fueron 12.000 y el efecto se nota hoy hasta para personas que no habían nacido en 1952, según un estudio exhaustivo de la Universidad de Columbia con tejidos de fallecidos y muestras de supervivientes y sus hijos.

Es fácil perder la perspectiva sobre los grandes fenómenos que nos afectan y que son invisibles para la mayoría. El caso de lo que después se bautizó como “the great smog” es una excepción porque el problema se hizo visible en poco tiempo y eso desencadenó una reacción pública contundente. Incluso sin entender el alcance de la crisis de aquellos días el resultado fue que se aprobaron regulaciones pioneras sobre la calidad del aire en Londres y el resto del Reino Unido. Hoy se recuerda como el momento que marcó un cambio (recreado también en un episodio de la serie The Crown.)

El bloqueo de los últimos meses en España mezclado con la retórica desmesurada y vacía contribuye a tapar los problemas menos visibles y a la vez más esenciales. Les pasa a los políticos y nos pasa a los periodistas hasta que llega una manifestación chocante o dramática. Y la contaminación es un buen ejemplo: las medidas concretas para combatirla (o su ausencia) tienen un impacto directo en la vida y la muerte de las personas. Parte de la solución es tecnológica, pero difícilmente puede prosperar ninguna opción sin políticas públicas y sin el conocimiento de hechos básicos por parte de los políticos encargados de regular, incentivar y proteger los estándares.

El debate sobre cómo paliar la contaminación incluye opciones diversas y la experiencia de las últimas décadas demuestra que hacen falta más soluciones. En Europa mueren hasta unas 400.000 personas al año de manera prematura como consecuencia de la contaminación, entre ellas al menos unas 10.000 en España. Los gobiernos incumplen los límites máximos de sustancias cancerígenas y desencadenantes de infartos y enfermedades respiratorias, y por eso la Comisión Europea ha denunciado a ciudades como Madrid y Barcelona. Pero incluso cumplir esos umbrales es sólo el principio.

El comentario desinformado y superficial de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, de que “nadie ha muerto” y “nadie va a morir” por la contaminación puede ser un desliz negligente. O puede ser el reflejo de un preocupante y nuevo partidismo sobre la calidad del aire. El cambio climático es sin duda un reto global y no vale con que sólo unos pocos países reaccionen, pero hay pocos aspectos que sigan teniendo tanto impacto local y que dependan tanto de acciones cercanas como el aire que respiramos cada día en la ciudad donde vivimos.

Ni los políticos más informados han puesto en práctica medidas suficientes en las grandes ciudades. Siete décadas después de “the great smog”, en Londres miles de personas siguen enfermando y muriendo de manera prematura por el aire que respiran aunque las autoridades reaccionaron ante un repunte de la contaminación hace un par de años.

Pese a la mejoría respecto a los años 50, el avance no ha ido parejo a otros aspectos de la salud pública. Y la situación es aún peor en la mayoría del mundo, con episodios parecidos a la “gran niebla” en ciudades como Nueva Delhi o Moscú. Según la Organización Mundial de la Salud, más de cuatro millones de personas mueren cada año por la contaminación y el 91% de la población mundial vive en zonas donde los agentes tóxicos en el aire exceden los límites máximos recomendados.

En este tiempo de políticos decepcionantes sólo unos pocos líderes se esfuerzan por resolver problemas complejos. Lo mínimo que se puede pedir a esa otra mayoría mediocre es que no los escondan.

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