El hombre invisible
¿Qué es la deslocalización? La respuesta parece sencilla, se trata de una empresa que levanta sus centros de producción de un país, por ejemplo, europeo, y se radica en otro, con frecuencia, asiático. Más que un fantasma es una realidad que intimida, porque ese desplazamiento se produce hasta en estamentos antes insospechables. No hay más que pensar en el grupo vasco Mondragón que, a pesar de su fuerte perfil nacionalista, no encontró reparos en instalar un polígono industrial en las afueras de Shanghai. Lo curioso es el proceso inverso: una empresa china fuera de su órbita.
El escritor italiano Edoardo Nesi cuenta la historia de su familia de empresarios textiles en Prato, un tradicional centro de fabricación y diseño de moda situado en la Toscana, que se ha convertido no sólo en centro de importación de ropa desde China, sino en un centro de producción. Inmigrantes clandestinos chinos llegan a Italia para trabajar en los miles de talleres de la ciudad –regenteados también por empresarios chinos–, que permiten producir primeras marcas Made in Italy con salarios asiáticos. Según un informe de la BBC, en Prato hay hoy alrededor de veinticinco mil personas de origen chino trabajando por salarios muy por debajo de sus homólogos italianos. A tres dólares la hora, o unos doscientos dólares por la producción de veinte vestidos, los estándares de calidad de los artículos, por supuesto, son mínimos y están lejos de los exigibles a un buen trabajo artesanal, aunque la etiqueta los identifique con una marca y una denominación de origen Premium. Tras el cierre de su empresa, Nesi cuenta que un lunes se sentó a desayunar después de dejar a los niños en la escuela, y cuando terminó de leer la prensa deportiva a las diez de la mañana, se dio cuenta de que no tenía dónde ir. Hay una legión de europeos con esa misma perspectiva cotidiana.
En los años setenta fue famosa una película de Elio Petri, La clase obrera va al paraíso, cuyo protagonista, un trabajador metalúrgico interpretado por Gian María Volonté, sufre un proceso de alienación y en un momento dado hace una analogía entre el cuerpo humano y la fábrica en la que trabaja para llegar a la conclusión que, al fin y al cabo, ambos producen excrementos. La desvalorización de la fuerza de trabajo y del producto final actualizan aquella analogía: no es casual que desde los noventa en España se hable de los contratos “basura”.
El sociólogo Richard Sennett reflexiona sobre el perfil cultural del artesano y la retribución de su trabajo. El artesano se implica a fondo con lo que hace. Un carpintero, por ejemplo, podría ganar más dinero si trabajara más deprisa, pero hay una exigencia moral en su trabajo, una entrega y una valoración de ese producto final. Por otra parte, hay una acumulación de experiencia a medida que el artesano trabaja, y ese poso empírico se traduce en calidad y en satisfacción por el producto realizado. Un obrero no tiene por qué ser ajeno a esta contingencia, como no lo es tampoco un escritor. Anton Chejov consideraba de igual manera su trabajo como médico y su labor como escritor, ambos bajo el criterio del arte, es decir, como una preocupación y una dedicación directamente relacionadas con la técnica y los resultados. Hace un tiempo el escritor Javier Marías opinaba en una entrevista que, en el contexto dela crisis, hay muchos escritores que, impulsados por la necesidad de sobrevivir, abandonan el proyecto de crear sus propios lectores y se embarcan en novelas policiales o históricas que cuentan con una circulación fluida en el mercado editorial y con una posibilidad de retribución económica mínima. Este punto que toca Marías, el de la adaptación, reconversión o reinvención, es un recurso al que el sistema empuja a muchos ciudadanos para no caer en los márgenes (en el caso de aquellos que lo pueden evitar).
Ken Levine, director creativo de BioShock, un videojuego que ha vendido ocho millones de copias de sus títulos, sostiene que este tipo de entretenimiento nos permite una suerte de “minibautismo”, ya que al jugar renacemos en una nueva persona y experimentamos el mundo a través de otros ojos. De eso se trata, de la mutación de lo que somos en aquello en lo que debamos convertirnos para no salir del circuito económico de la posteconomía. Una vez terminado el gran relato del trabajo tradicional, aquel que permitía planificar un ciclo vital y que tomaba del mundo del artesano su experiencia, ya que según se avanzaba en el tiempo se expandía y ratificaba la condición del trabajador, hemos pasado a un tipo de relación que se define, entre otras características, por el corto plazo. En la actualidad, es necesario pasar de una tarea a otra, desarrollando capacidades distintas, para coincidir con las exigencias de las demandas.
Los formatos televisivos del reality show o la telerrealidad reflejan de alguna manera este desplazamiento, dado que han sustituido al cosmos organizado que representaban las telenovelas por una corte de los milagros en la que desfilan todo tipo de actores sociales, desde simples mortales o famosos por relación hasta políticos, deportistas o personajes singulares que buscan significación mediática. En contraposición al relato tradicional, la constante es el relato fragmentado, sin guión aparente y construido sin reglas de coherencia. Estas características vinculan y conectan el relato con el espectador, que se siente identificado con esa inestabilidad y ausencia de solidez. Al igual que esos personajes catódicos, el ciudadano entra y sale del mundo laboral sin un guión, y a diferencia de los personajes del desaparecido culebrón, vive en un directo continuo. El único tiempo posible es el presente eterno, hasta las últimas consecuencias.
En los setenta, el cantautor uruguayo Daniel Viglietti musicalizó un poema de Nicolás Guillen, que se popularizó por su estribillo: ‘Me matan si no trabajo y si trabajo me matan; me matan ay, siempre me matan…’. Por aquel entonces se hablaba del hombre nuevo, liberador y liberado, inspirado en la figura de Ernesto Guevara. Décadas después, el verso cobra un nuevo significado no menos perverso: la ausencia de trabajo sigue siendo letal y también lo es un puesto de empleo basura, es decir, la mera explotación pero también hay que considerar el deceso de la pulsión libre de realizar aquellas actividades afines a uno mismo, respetar la propia vocación para inventarse otro rol para sobrevivir, lo cual también es, de alguna manera, morir. Hemos pasado del hombre nuevo a el hombre invisible, aquel que se pierde de vista a si mismo.