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¿Por qué la huelga feminista es también una huelga de consumo?

Varias manifestantes en la marcha del 8M de Madrid / Olmo Calvo

Yayo Herrero

El sistema económico dominante se sostiene sobre la tríada producción, consumo y crecimiento. Llama producción a todo aquello que hace crecer la riqueza, medida exclusivamente en términos monetarios, independientemente de que lo producido - bienes y/o servicios - sirva o no para satisfacer necesidades humanas.

La producción tiene como finalidad hacer crecer la economía, interpretando que ese crecimiento económico es el que permite garantizar las condiciones de vida de las personas. El crecimiento y el dinero se transforman en una creencia: creemos y sentimos que, más que necesitar alimentos, casa, salud o agua, lo que necesitamos es dinero.

El desarrollo se transforma en una competición desesperada por crear nuevas “necesidades”, producir más, conseguir más demanda y generar crecimiento que, supuestamente, beneficia a todo el mundo.

Sostener el metabolismo económico con esta lógica obliga a asumir una dinámica expansiva, que requiere utilizar cantidades cada vez mayores de energía, minerales, agua y tierra, y que genera cantidades ingentes de residuos.

El problema es que se ha pretendido mantener ese crecimiento exponencial sobre una base material finita. Aunque la economía no haya querido verlos, los límites físicos estaban y, la información científica nos revela que desde los años 80, la biocapacidad global de la tierra está superada.

La cara oculta del desarrollo ha sido el empobrecimiento de la base material sobre la que se sostiene la economía. Tal y como podemos ver en el gráfico que viene a continuación, la lógica productiva capitalista ha incrementado exponencialmente el requerimiento de recursos y la generación de residuos.

El crecimiento productivista y consumista ha terminado provocando el declive de la energía fósil, los minerales y la alteración de los ciclos regenerativos de la naturaleza, que siguen siendo imprescindibles para garantizar la satisfacción de las necesidades.

El fundamentalismo económico no entiende de necesidades humanas ni de límites físicos. Solo razona en el mundo abstracto de lo monetario y actúa sacrificando cualquier cosa con tal de que el crecimiento económico se produzca. Sacrifica montes, ríos, animales, condiciones de vida humana y salud. Merece la pena cualquier destrozo, contaminación, enfermedad o explotación, si la contrapartida es que crezca la economía.

Los “efectos colaterales” de la obtención de productos de alto valor añadido son el extractivismo, la deforestación, los monocultivos, los agroquímicos tóxicos, la construcción de mega-infraestucturas, la explotación humana y animal y, por supuesto, los ejércitos formales o privados que se ocupan de mantener el orden cuando los pueblos se niegan a que ellos y sus territorios sean sacrificados en los altares del desarrollo.

¿Cómo se relaciona lo anterior con la huelga del 8M? ¿Por qué una huelga de consumo?

La lógica sacrificial no opera de forma igualitaria sobre todas las personas. Es desigual, y afecta de forma muy diferente en función de la clase, la procedencia y el género. Las mujeres –sobre todo pobres y racializadas- se ven más afectadas por esta perversa identificación entre desarrollo y la espiral producción-consumo-crecimiento.

La sufren, en primer lugar, en su condición de trabajadoras precarias. Las mujeres estamos sobre-representadas en los sectores peor pagados: limpieza, hostelería, turismo, comercio al detalle, servicios sociales, residencias de mayores y asistencia domiciliaria, servicios personales, actividades de ocio. Somos también mayoría en los sectores manufactureros de más bajos salarios, como el del textil y la confección o el del calzado localizados en países empobrecidos.

En estos sectores se oculta la esclavitud laboral y las prácticas denigrantes: no hay proporcionalidad entre el descanso y las horas trabajadas, las obligan a usar pañales para no “perder tiempo al ir al baño”, las despiden si están embarazadas y sufren un constante acoso sexual. Se ven obligadas a salir y regresar a sus hogares a horas inseguras, son explotadas por redes de trata, son desaparecidas y asesinadas.

Estas son las condiciones que permiten el consumo de productos a gran escala. El consumo masivo de estos productos es posible porque hay una explotación terrible de quienes trabajan para producirlos La excusa para explotar es que se trata de sectores de baja productividad. No deja de ser significativo que siempre se caracterizan sectores como poco productivos es porque son más intensivos en trabajo humano.

En segundo lugar, las mujeres viven de forma brutal el extractivismo y la construcción de infraestructuras que sostienen el metabolismo económico. Encabezan las luchas, logrando a veces torcer el brazo del poder; se ven obligadas a combinar la resistencia con los trabajos de producción y de cuidados en situaciones de violencia y conflicto; y sus cuerpo son utilizados como campo de batalla y de castigo. Diferentes organizaciones de defensa de los derechos humanos llaman la atención sobre las situaciones de intimidación y hostigamiento, amenazas, campañas de desprestigio, violencia, detención irregular y asesinato de mujeres activistas. El modelo de consumo cae como una losa sobre ellas.

En tercer lugar, las mujeres sufren en mayor medida el deterioro de la salud que provoca la contaminación o la utilización excesiva de químicos en el proceso productivo. La causa de mayor afección viene dada por la mayor proporción de grasa en el cuerpo de éstas (un 15% más). Los contaminantes se “bioacumulan” en la grasa.

Los efectos de algunos agentes químicos como los pesticidas, disolventes, gases anestésicos, dioxinas, bisfenoles policlorados y productos derivados de la combustión de la gasolina, provocan trastornos en el desarrollo del feto, y en las personas provocan alteración de los equilibrios hormonales, hipersensibilidad química múltiple, alteraciones de la inmunidad, fatiga crónica y fibromialgia.

Hay estudios que establecen relaciones causales entre el uso de disolventes y el cáncer de mama y el cáncer de riñón; que documentan el incremento de melanomas, cáncer de vejiga urinaria entre las mujeres agricultoras en Italia y el aumento de riesgo de cáncer de ovario, estómago y esófago entre mujeres expuestas al benceno, talco contaminado con asbesto, y otros productos en la industria.

Se ha documentado también la relación entre mujeres que presentan leucemia y su exposición a benceno, y a otros solventes, cloruro de vinilo y pesticidas, empleadas de industrias de proceso de alimentos, industria textil o de la confección. Se observa un incremento de cáncer de pulmón entre las mujeres expuestas a asbesto, metales (como arsénico, cromo, níquel y mercurio), trabajadoras de manufacturas de vehículos a motor, servicios de comidas, o cosmética y peluquerías.

La contaminación química afecta también de modo diferente dependiendo de la edad de las personas expuestas. El sistema nervioso central es más vulnerable durante el desarrollo embrionario del feto y durante la primera infancia, y también durante la decadencia del sistema nervioso en las personas mayores a partir de los 65 años.

Puesto que las mujeres realizan mayoritariamente las tareas de cuidados de personas pequeñas y mayores, aunque no enferman ellas, terminan también asumiendo las consecuencias de la enfermedad de aquellos a quienes cuidan.

Podríamos seguir y no terminar, pero se puede seguir profundizando consultando artículos y publicaciones, por ejemplo, de Carme Valls.

En cuarto lugar, las consecuencias de la crisis ecológica y climática causada directamente por el modelo de producción y consumo suicida impacta, de nuevo, de forma más dura sobre las más pobres.

Carmen Gómez-Cotta recuerda que “en el ciclón de Bangladesh de 1991, el 90% de 150.000 personas que murieron fueron mujeres. ¿La razón? Estaban dentro de sus casas. No las abandonan sin que lo hayan hecho antes niños y niñas o mayores”.

Gran parte de la responsabilidad de producir y procesar alimentos y de garantizar el mantenimiento de sus hogares recae sobre las mujeres. Por ello padecen de manera más profunda el impacto del clima extremo, la desaparición del agua, la degradación de la tierra y los desplazamientos forzosos. Incluso cuando los recursos escasean, son normalmente las mujeres quienes dan de comer en primer lugar a sus maridos e hijos antes que alimentarse a ellas mismas.

Esta es una pequeña muestra de las consecuencias de una forma de producir y consumir que genera beneficios para algunos pero se desentiende de las condiciones que aseguran la posibilidad de vivir vidas dignas para las mayorías sociales.

Estoy segura de que habrá personas a las que le parezca exagerado pero los datos son tozudos, y reaparecen con insistencia en los análisis y diagnósticos de organismos internacionales para nada sospechosos de ecofeminismo radical.

Es muy importante convertir la producción en una categoría ligada al mantenimiento de la vida y no a su destrucción. En un planeta con los límites sobrepasados, esta transformación obliga a que quienes sobre consumen más de lo que les toca, reduzcan este consumo.

Obliga también a pensar en formas de producir que no envenenen a las personas y a la tierra, eliminar la obsolescencia programada, promover una cultura de la suficiencia digna y a poner la justicia y el reparto de la riqueza en el centro de la política y la economía.

La huelga de consumo del próximo 8M no sólo pretende llamar la atención sobre las consecuencias de la sociedad de consumo sobre las vidas de las mujeres. Pretende hacer ver que esta forma de producir es dañina para el conjunto de la vida y, por ello, puede y debe ser radicalmente transformada.

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