La inflación puede ser letal para Pedro Sánchez
Aparte de empobrecer a millones, día tras día, la inflación es el peor enemigo de un gobierno. Porque deteriora su imagen más que ningún otro fenómeno económico, más que el paro o la precariedad a los ojos de la mayoría, y porque los únicos remedios eficaces contra ella pivotan en torno al enfriamiento de la economía. Esto es, los recortes financieros, si no los controles de precios. El Gobierno de coalición cruza los dedos para que se cumplan sus pronósticos. Y, sobre todo, el de que la cosa es temporal y se volverá a la normalidad dentro de pocos meses. Pero no está dicho que eso tenga que ocurrir.
El que el índice de precios al consumo haya crecido en diciembre un 6,7 por ciento en los últimos doce meses es un dato terrible. No sólo porque implica que los hogares con menos ingresos, que son muchos, están cruzando, y de largo, su línea de resistencia, es decir, que la inflación crea cada día nuevos pobres y agrava la situación de los que ya lo eran. Sino porque altera todo el equilibrio macroeconómico trenzado por el Gobierno.
Si la cosa fuera de un solo mes podría pasar. Pero el proceso viene desde marzo. Con lo que el daño ya hecho, por no sumarle el que seguirá viniendo cuando menos hasta mediados de 2022, que podría ser más, ya es muy sustancioso. El impacto de las medidas estrella adoptadas en los últimos meses por el Gobierno de coalición —la subida del salario de los funcionarios, la mejora de las pensiones, el aumento del salario mínimo, incluso el moderado control del precio de los alquileres— ya ha quedado seriamente disminuido por la inflación de estos nueve meses pasados.
Hasta la propia reforma laboral podría quedar cuestionada. Porque su objetivo principal es la paz social que se derivaría de la mejora de las condiciones contractuales que los sindicatos acaban de lograr. Pero, ¿en qué quedará esa ansiada paz social si la inflación provoca un aumento de la conflictividad laboral destinada a reducir al mínimo posible el impacto de la inflación sobre los salarios?
A la gente corriente le importa muy poco que se le diga una y otra vez que la culpa la tienen los precios del gas que unos malévolos agentes internacionales se empeñan en subir por encima de cualquier lógica. O que en el resto de Europa, y en menor medida también en Estados Unidos, tienen problemas parecidos con los precios, aunque tal vez un poquito menos que en España. Porque lo que únicamente ven los ciudadanos es que su Gobierno es incapaz de frenar el proceso.
Lo del aumento del precio del gas es sin duda un motivo sólido a la hora de explicar la presión inflacionista que está padeciendo España. Los graves problemas que desde hace meses se registran en las cadenas mundiales de suministro de bienes fundamentales para la producción de bienes finales –empezando por los chips que se necesitan en todos los sectores– también explica el fenómeno.
El aumento de los precios de los alimentos, otra de las razones de la inflación actual según el INE, tiene unos perfiles más confusos. Porque, ¿no están los militantes de las organizaciones agrarias protestando cada vez con más intensidad, con la derecha detrás de sus movilizaciones no pocas veces, para que se suban sus precios para hacer frente a sus costes crecientes, especialmente los de los carburantes? Si eso es lo que se demanda será porque no se ha conseguido. Entonces, ¿por qué suben los precios de los alimentos? Alguien tendría que explicarlo.
Pero sin entrar en detalles hay algo que parece obvio. Y es que la pandemia ha sido un golpe sin precedentes para la economía: en 2020 el PIB español cayó un 11 por ciento, una cifra cuyo único antecedente es el desastre económico que hace casi 80 años produjo la guerra civil. Es un milagro que las consecuencias no hayan sido peores, habiendo sido malísimas. Pero el fin de ese hundimiento tampoco podía ser una fiesta, aunque algunos hayan querido que nos creyéramos que iba a ser así.
Porque la única manera de reactivar una economía tan hundida como la que había hace un año era asumiendo el riesgo de calentarla. Con dinero fácil —el que ha venido proporcionado el Banco Central Europeo, con sus compras masivas de deuda y manteniendo los tipos de interés a cero— y evitando cualquier tipo de restricción a la actividad económica. Tenía que ser así. No había otra vía y bastante comedido ha sido ese empeño. Pero no se podían evitar sus efectos secundarios.
Un ejemplo es lo que ocurre en el sector de la vivienda. Tras un año y pico de hundimiento, cuando empezó a recuperarse lo hizo con sus precios al alza. En la vivienda nueva y en la de segunda mano. Y así sigue. Hasta el punto de que organismos internacionales ya han advertido del riesgo de una nueva burbuja inmobiliaria en España.
Pero sin llegar a tanto, esa tendencia se ha dado en muchos otros sectores, las grandes y en las pequeñas y medianas empresas. Después de haberlo pasado tan mal, ¿no es comprensible que los empresarios y los tenderos traten de recuperarse también subiendo sus precios? Organizaciones mundiales del turismo ya están advirtiendo que cuando los viajes empiecen a recuperarse de verdad, lo cual ocurrirá a no mucho tardar porque todo indica que antes o después se conseguirá doblegar a la pandemia, los precios subirán. Empezando por los de los aviones.
Está claro que, para nuestro Gobierno, como para cualquier otro, la prioridad número uno es la recuperación económica y la reducción de la tasa de paro. Pero si eso consigue en plazos políticamente útiles, es decir, antes de las próximas generales, ¿quedará el efecto de ese éxito anulado por el malestar ciudadano que está provocando y provocará el aumento de los precios?
Con una reflexión adicional a esa disyuntiva. La de que, si la inflación no cede, los estímulos se acabarán con el fin de enfriar la economía. Ya lo han advertido los responsables de las instituciones financieras internacionales y las compras de deuda del BCE ya han empezado a recortarse. Si ese cambio drástico de política se produce, no será en breve. Pero si la inflación no cede, podría tener lugar antes del final de este año. Es decir, en vísperas de las elecciones generales.
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