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El juego del amor

Caballito de Mar.

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En ‘El juego del calamar’, la serie de Netflix, 500 infelices, jugadores del macabro capricho de un anciano millonario, recurren a su argucia para sobrevivir. En ‘El juego del amor’, la serie documental de la BBC que se emite en Movistar, miles de animales recurren a su instinto, jugadores del caprichoso destino de la naturaleza, para encontrar pareja y reproducirse. La primera tiene el morbo de la sangre y de la ficción. La segunda, la belleza abrumadora de lo desconocido, de la naturaleza viva que nos resulta cada vez más ajena, cada día más ficción, aunque la realidad siempre, siempre la supera y es infinitamente, también, más hermosa. Más aún si se desarrolla, como en uno de los cinco capítulos, en el infinito de las profundidades marinas.

En ese abismo azul, la ballena jorobada canta para encontrar un macho y veinte de ellos terminan peleando por ella. Los nudibranquios, moluscos que parecen pequeños monstruos gelatinosos creados por ordenador, ciegos y multicolores para anunciar su piel de veneno a sus depredadores, no son machos ni hembras, sino ambos, y cuando se encuentran no se cortejan ni compiten, sino que se fecundan mutuamente y el amor funciona plácido y fluido como en una comedia romántica con final feliz. Pero los platelmintos, gusanos enormes pasados por un rodillo, también ciegos y hermafroditas, luchan y se baten en un duelo de esgrima submarina para resolver cuál de los dos fecunda al otro con su pene de doble punta. En el mismo arrecife los caballitos de mar se encuentran y quieren -no olvidemos que juegan al juego del amor- durante años, y la hembra transfiere sus huevos al macho, que los fecunda y gesta hasta que da a luz, contracción tras contracción, a decenas de pequeños caballitos que nacen bailando translúcidos e ingrávidos. En ese escenario tan vacío, el hábitat más grande y menos poblado de la Tierra, los animales se llaman, se acarician, bailan, cantan, luchan... Se buscan, en definitiva, y algunos se encuentran. No todos pueden ganar. Pocos, de hecho, lo hacen. Y ahí siguen...

Dicen que nosotros, los humanos, apenas tenemos ya instinto animal, que cuanta mayor es la evolución menor el instinto, que lo sustituimos por la cultura, por el aprendizaje y por la sociedad, que sabemos controlarlo e incluso reprimirlo. Pero veo en ese vacío y en el canto de las ballenas a nosotros en nuestras ciudades sobrepobladas, que también son, cada vez más, vacío, un vacío horror vacui, trampantojo de edificios de una nada. Y en ese océano nadamos también, como el caballo de mar, como los nudibranquios, como el pez payaso, como las mantas o las ballenas, buscando acertar en el juego del amor, pero desconfiando, tal vez, del instinto, o negándolo para volver a intentarlo, como los animales, hasta que triunfemos. Hemos venido a jugar. Y eso no solo es sobrevivir, sino vivir. 

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