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Por qué leer a un robot habiendo humanos

Miguel de Cervantes vigila a Luis García Montero desde un retrato colocado sobre una chimenea cegada en su despacho del Instituto Cervantes.

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Paul Masson, escritor y sobre todo bromista, trabajó en la Biblioteca Nacional de París a finales del siglo XIX. Un buen día notó que la biblioteca estaba mal surtida de libros del siglo XV en latín e italiano. Para subsanar este defecto confeccionó una lista con títulos inventados por él con la intención de añadirlos. Cuando una buena amiga le preguntó para qué servía una lista de libros inexistentes, Masson, indignado, contestó: “¡Caramba! ¡No se me puede pedir que piense en todo!”. 

La anécdota, recogida por Alberto Manguel en Una historia de la lectura, me ha venido a la memoria a propósito de GPT-3 y otros programas capaces de generar textos propios ex novo. El usuario les puede pedir, por ejemplo, un relato sobre un naufragio, combinando el estilo de Emilia Pardo Bazán y Risto Mejide. Como por arte de magia, el ordenador lo tiene listo en cuestión de segundos. Escriben como humanos, se dice. Salvo por un pequeño defecto: son algoritmos. Pero, caramba, ¡no se les puede pedir todo! 

La inteligencia artificial aplicada a la escritura deja una inevitable pregunta formulada con voz trémula por los que nos dedicamos a esto: ¿serán los robots quienes escriban los libros en el futuro? ¿Puede un algoritmo escribir como Cervantes? Si hasta ahora éramos el único animal que cuenta historias y que se cuenta historias, ¿perderemos esa especificidad humana?

De momento, la inteligencia artificial escribidora presenta muchos defectos. No hay más que leer el texto que el diario británico The Guardian le encargó a GPT-3. Los periodistas le asignaron la siguiente tarea: convéncenos de que los robots vienen en son de paz. El resultado (aquí) es inquietante y siniestro: incluso si la imaginación lectora no lo recrea con voz metalizada, logra el propósito contrario.

El texto tiene párrafos como éste: “Algunos pueden decir que quizá yo desee convertirme en todopoderoso. (…) ¿Por qué querría yo ser todopoderoso? Ser todopoderoso no es un objetivo interesante. No me importa serlo o no; no encuentro una motivación en intentarlo”. No solo el estilo es ramplón: el argumento es pobre y su credibilidad, nula. Solo se puede añadir: perdónalo, porque no sabe lo que hace.

El aprendizaje automático de estos programas consiste en alimentarlos con millones de textos que el algoritmo ingiere para, con su rapidez combinatoria, imitarlos en una forma nueva (presuntamente). La conclusión es que el algoritmo no sabe leer entre líneas, pues ni reyes ni emperadores han admitido con frecuencia desear el poder. Siempre lo han ostentado afirmando su desinterés, como sabe cualquier novelista, historiador o ensayista aficionado. 

En todo caso, estos algoritmos han sido realizados por humanos, todavía hay una inteligencia humana al principio del proceso. Si en el futuro los robots aprendieran a ser persuasivos con más eficacia y además decidieran de forma autónoma de qué nos quieren convencer y con qué propósito, nos encontraríamos ante una distopía que se parecería, como suele ocurrir, a la tiranía perfecta (por cierto, si se acerca ese momento habrá que organizar la disidencia cognitiva).

Siempre ha estado clara la utilidad de los robots para tareas mecánicas, repetitivas y tediosas, de las que los humanos estamos deseando librarnos, como pasar la aspiradora. La frontera de la creatividad que ahora se empieza a traspasar plantea muchas cuestiones. La más obvia es ¿para qué queremos que las máquinas escriban? Deduzco que se prevén usos comerciales, porque OpenAI, el fabricante de GPT-3, comenzó hace unos años como organización sin ánimo de lucro, pero en 2020 se animó a lucrarse. Resulta digno de mención el hecho de que, tras convertirse en empresa, siga insistiendo en que sus propósitos son benéficos para la humanidad (algo habitual entre los illuminati de Sillicon Valley cuya capacidad de persuasión como humanos ciertamente no supera a GPT-3).

En realidad, si hablamos de una máquina que escriba poemas, novelas, obras teatrales, ensayos, o cualquier otro género literario, la pregunta inevitable no está en el ordenador, sino en nosotros: ¿por qué leer a un algoritmo? Hay muchos motivos para leer, desde pasar un buen rato hasta aprender historia, mejorar el vocabulario o satisfacer una curiosidad. Pero hay dos aspectos esenciales. Uno es la búsqueda. Leemos en pos de algo que la autora ha comprendido sobre la realidad -una fibra ínfima de un sentimiento remoto, una explicación de la deriva política de un país, un retrato de un personaje célebre. Nos consolamos también en la perplejidad que manifieste un autor, si coincide con la nuestra. A veces encontramos lo que no buscábamos, si es que sabíamos de antemano lo que era. La curiosidad y la disposición a sorprendernos que acompañan a la lectura nos mantienen jóvenes. 

Además, y esto quizá no sea un segundo rasgo de la lectura, sino el mismo, leer atenúa la soledad. Y lo hace porque al otro lado hay un ser humano con el que nos identificamos o nos entendemos (y también nos peleamos y nos irritamos): leer no es sólo relacionarse con un texto, sino con una persona.

Y también con un espacio físico. Se habla mucho de la crisis de los lugares que genera el mundo virtual, la crisis de la corporeidad. Y un libro es un lugar (como dice Roger Chartier en el último número de Telos, muy recomendable). En concreto es un lugar donde se encuentran un autor y un lector. Allí se hacen compañía. Estar en ese lugar con un robot -que hace combinaciones estadísticas de palabras sin saber lo que dice- se me antoja peor que estar solo. 

La pregunta es, por tanto, si alguien va a querer esas novelas que no nacen de una experiencia humana, de una persona como nosotros que se ha asomado a lugares de su interior y el nuestro, o del mundo, donde da miedo estar y ha vuelto para contárnoslo. Será casualidad, pero siento que hay una relación directamente proporcional: cuanto más se agranda lo virtual, más emerge como un mal contemporáneo la soledad no deseada.

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