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Les debemos memoria, vida y justicia

Imagen referencial de unos ancianos que conversan protegidos con mascarillas.

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Hace algunos años, tenía una vecina que se llamaba Remedios, era mayor, unos 80 años, y vivía en una casa pegada a la mía, en una fila de casas idénticas las unas a las otras, pared con pared. Los muros eran tan delgados que la oía subir las escaleras, regar las macetas del patio y, sobre todo, ver la televisión. Remedios había perdido audición y subía el volumen hasta unos niveles enloquecedores. Siempre tenía la puerta abierta y se asomaba si te oía salir para comentarte cualquier cosa que se le ocurriera: el tiempo, sus rutinas cotidianas, tu aspecto de ese día. A veces, me resultaba molesto sentirla tan pendiente, tan cerca, tan dispuesta a escrutar la vida de los otros. Remedios era sevillana, pero cuando era muy jovencita emigró a Barcelona para trabajar y había vuelto hacía unos años con su marido al jubilarse para pasar su vejez en el sur, en su tierra. Su marido murió poco después y se quedó sola. Era tremendamente independiente, tenía muchos hijos, nietos y biznietos, pero siempre estaba sola, acompañada por una de sus hijas que vivía justo en una casa en la calle de atrás o con alguna vecina. Remedios lo hacía todo: la compra, llevar al día sus cuentas y las facturas, la limpieza de la casa, y hasta se permitía ayudar a su familia cuando necesitaban que cuidara de algún pequeño. Tenía montada una pandilla con un par de vecinas que también estaban jubiladas. En verano, las podías oír jugar a las cartas o al bingo hasta la madrugada. Siempre juntas, iban de la casa de una a la casa de otra, en verano, sentadas a la fresca en la puerta de la calle con sus sillas de la playa y, en invierno, bajo el cobijo de la mesa camilla. Supongo que yo era demasiado joven para darme cuenta de que la compañía que se hacían era vital para ellas: las sostenía en las oscuras tardes de invierno, en la soledad de sus casas, tan solo unos años atrás tan llenas de gente, tan vivas.

Pero un día, le flaquearon las piernas, tropezó y se cayó al suelo. Recuerdo que fui a verla y no podía andar bien, sobre todo, no podía valerse por sí misma para algunas cosas que tenían que ver con el aseo o para salir a hacer la compra. En cuestión de semanas, la llevaron a la residencia del pueblo porque no podían ocuparse de ella, nadie podía cuidar de ella. De un día para otro, Remedios se marchó a la residencia, su hija vació la casa y la alquiló.

Recuerdo cómo me impactó aquello. Remedios ya no estaría más ahí, asomada a la reja de su patio, pidiéndome que la ayudara a sintonizar los canales porque le costaba aclararse con la TDT. Pocas semanas después, la vi en la plaza del pueblo tomando café con otras mujeres de la residencia. Iba en silla de ruedas, me hizo ilusión verla y me acerqué a preguntarle cómo estaba, pero no pudo reconocerme. En tan solo un mes, o quizá fueran unas semanas más, había perdido la memoria. Y poco después, murió. Un día, Remedios gozaba de independencia, de una casa propia, de su propio dinero, de sus amigas y de su libertad, aunque fuera condicionada por un cuerpo mucho más agotado que su deseo de vivir, y al otro, no recordaba quién era, dependía de unas personas desconocidas para asearse y alimentarse, estaba terriblemente sola en una residencia rodeada de otras personas tan solas como ella. Muchas, muchísimas veces me he acordado de ella y me he imaginado cómo podrían haber sido esos últimos días, cómo de profunda pudo ser la despersonalización que sufrió en la residencia para que sus recuerdos y su aliento se fueran en menos de un año.

Es algo que no se me va de la cabeza y menos ahora que se cumplen dos años de la pandemia y todavía no hay responsables de las muertes de todas esas personas ancianas en las residencias. Según el Imserso, se han registrado más de 33.000 defunciones con coronavirus en residencias de mayores desde el inicio de la pandemia, 7.690 de ellas en Madrid entre marzo y mayo de 2020. Cuando parecía que nunca íbamos a salir de nuestras casas, cuando hacíamos panes y galletas y dejábamos de coger aviones y creíamos que el mundo iba a ser un lugar mejor para nuestros hijos porque, al fin y al cabo, pensamos que una crisis puede ser un momento de aprendizaje, miles de personas mayores estaban solas en las residencias, compartían espacio con compañeras y compañeros enfermos, muy enfermos, algunos hasta estaban muertos (según un militar de la UME, «se encontraron algunos “en descomposición”, ya que la saturación de los servicios provocó que algunas personas llevaran “entre siete y diez días” en los centros de mayores»). No había personal suficiente, no había mascarillas ni pañales ni geles ni visitas de familiares ni amor ni compasión ni respeto por toda una generación. Y supongo que, aunque cueste reconocerlo, sigue sin haberlo. Como sociedad hay preguntas que todavía no nos hemos hecho, queríamos olvidar, pasar página, volver a mostrar la sonrisa sin una fina e incómoda tela que la tapase, volver a viajar y, sobre todo, a recibir turistas: ¿A quién pertenecen las residencias? ¿Quién gana dinero con esto? ¿En qué condiciones viven nuestros mayores? ¿A qué podemos aspirar como sociedad si no ponemos en el centro del debate los cuidados?

Estos días no estaría de más que leyeran el fantástico ensayo Yo, vieja (Capitán Swing, 2021) de Anna Freixas que reflexiona sobre el lugar que tienen las personas mayores, concretamente, las mujeres, en la sociedad. Freixas dice que el tema de los cuidados en la vejez es de importancia radical, que «no podemos dejar en manos del azar y menos en manos de quienes han llevado la batuta de las llamadas residencias hasta el momento: la empresa privada. No parece que una empresa capitalista —con sus accionistas—, que tiene como objetivo obtener lucro, sea la más apropiada y conveniente para elaborar las directrices de una entidad que se dedica a la atención integral de personas que tienen muchas necesidades. Porque para ofrecer un cuidado de calidad que incluya suficiente personal de asistencia y acompañamiento —bien pagado, motivado y reconocido—, que proporcione una alimentación equilibrada, cuidada y sana, que se preocupe por la estimulación emocional de l@s residentes y que, además, ofrezca una atención centrada en la persona y algo tan esencial como todos los pañales que sean necesarios al cabo del día y de la noche; para conseguir todo ello se requiere considerar el cuidado de la población anciana como una deuda moral, no como un negocio que obtenga rendimiento económico».

A nuestros mayores, como dice un poema de François Cheng, «les debemos memoria y vida. Pues vivir / es saber que todo instante de vida es un rayo de sol / en un mar de tinieblas, es saber ser agradecido». Les debemos memoria, vida y justicia. 

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