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Marxismo, a la Groucho

La presidenta suspendida del Parlament, Laura Borràs, junto a Alba Vergès (ERC), que asume sus funciones

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El senador por Kentucky, republicano y autoproclamado como su padre, libertario, Rand Paul, con ocasión del registro judicialmente autorizado efectuado por el FBI de la residencia de Florida, en Mar-a-Lago, del expresidente Trump, tuiteó, traduzco: “De la ley de espionaje se ha abusado desde un principio para encarcelar a los disidentes de la Primera Guerra Mundial. Ya es hora de derogar esta atroz afrenta a la 1ª Enmienda.” Y con una foto de Assange. ¡Cosas veredes, amigo Sancho!

Todo porque, para este trumpista de raza, Trump es la verdad verdadera, es del todo inatacable y absolutamente incensurable. Afirmar que se haya llevado a su casa documentos secretos, lo que es un delito, es un ataque inmisericorde a su grandeza de gigante de la libertad. Por ello, si la ley dice que está mal, cambiemos la ley. Se adorna con un poco de lo que la extrema derecha norteamericana -y no solo entre algunos vecinos del sur del Canadá- llama ser libertario, y tenemos en marcha la revolución de los ácratas de derechas, expresión más bien destinada otrora a señalar a determinados intelectuales franceses. 

Los patrones para cambiar la realidad normativa, realidad que está vigente sin que haya sido tildada de ilegítima hasta que se aplica a los propios o a los amigos, parece ser una constante cuando del caldo que se ha contribuido a cocinar se han de beber tazones, que ahora se tachan de abusivos. Gallardón, en su día ariete furioso del fraguismo, recién estrenada su excedencia de fiscal, arremetió contra las acciones judiciales en el caso Naseiro, que bautizó, aún casi con la toga y puñetas puestas, con el nombre del juez -que no repetiré- instructor del caso, actuaciones que, en esencia, el Tribunal Supremo, cuando era ante todo un tribunal de justicia, ratificó. Vino a decir Gallardón que, si habían aprobado la reforma de ley, no era para que se la aplicaran a ellos. Con el caso Naseiro dio comienzo el estrellato corrupto del PP.

Califíquese como se quiera, pero de nuevo el marxismo apócrifo de Groucho (estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros) reaparece en el caso de Laura Borrás. En efecto, como ya consta sobradamente en estas y otras muchas páginas, el art. 25. 4 del Reglament del Parlament de Catalunya, en los casos en que la acusación sea por delitos vinculados a la corrupción, la Mesa del Parlament, una vez sea firme el acto de apertura del juicio oral y tenga conocimiento, debe acordar la suspensión de los derechos y deberes parlamentarios de manera inmediata. Si se plantean dudas sobre el tipo de delito o sobre el régimen de incompatibilidades aplicable a lo largo de la suspensión, es necesario el dictamen de la Comisión del Estatuto de los Diputados. 

Resalto tres rasgos de este precepto. No hay delitos, en el Código penal español, de corrupción, como no hay delitos de prostitución. Hay delitos vinculados al comercio carnal y al comercio político ilícito. La corrupción es una categoría político-criminal que puede colorear o no delitos de los funcionarios -los parlamentarios a efectos penales lo son- contra la prestación de los servicios públicos. Se viene aceptando por corrupción la conceptuación que hace la Unión Europea desde 2014: abuso de poder para obtener réditos privados; o lo que es lo mismo, apartamiento de las finalidades públicas en provecho propio o de terceros, no necesariamente económicos (así, nepotismos o venganza, por ejemplo). La medida de suspensión del diputado en cuestión, una vez conocida la apertura de juicio oral, ha de ser inmediata. Solo, en tercer lugar, si hubiera dudas sobre el carácter de los delitos, que nadie salvo Borràs y su grupo, ha manifestado, pero sin fuerza mayoritaria para hacerla valer, se debería pedir un dictamen a la Comisión del Estatuto del Diputado. De ahí la suspensión inmediata que se acordó, suspensión que aún no ha sido aceptada en su totalidad por la afectada en la medida que parece que se resiste a abandonar ciertas funciones presidenciales del Parlament. Sin embargo, este no es aquí el núcleo del asunto. En todo caso, será un tema a dilucidar a la rentrée.

La cuestión estriba en que ahora, el grupo parlamentario de Junts x Cat va a pedir a la Mesa una reconsideración de su decisión, iniciando así un camino procesal que puede deparar algunas sorpresas y contradicciones. Alegan los conmilitones de Borràs que con su apartamiento, pese a constituir la aplicación de una norma unánimemente aprobada y por nadie impugnada, se le vulneran los derechos a la presunción de inocencia, a la participación política y a la seguridad jurídica. 

Veamos. Pese a ser repetidamente enarbolado, el derecho a la presunción de inocencia se refiere a que la condena judicial solo es legítima si existen legítimas pruebas de cargo expuestas y debatidas en un proceso con todas las garantías. El juicio político o el de la opinión pública no se entiende como foro en el que la presunción de inocencia puede desplegar sus efectos. Si se imputan hechos falsos a alguien, le quedan abiertas vías procesales, penales y civiles, para reaccionar y restaurar su buena fama. Pero no cabe echar de mano de la presunción de inocencia, pese a que quienes apliquen las normas impolutamente en vigor sean tachados de “jueces hipócritas”. 

El derecho a la participación política está previsto que se lleva a la práctica dentro de unas normas, que por amplias que sean y que deben ser, pueden someter a restricciones definitivas o temporales, precisamente para garantizar el derecho a la participación política de los ciudadanos a quienes se representa. Este es el caso de Borràs. Se la entiende incursa en una causa de suspensión de sus funciones. Se podrá estar de acuerdo o no, pero es una norma, reitero, legítima. No cabe ni tan siquiera alegar que es una norma impuesta opresivamente, sino que fue, ejemplarmente para el resto de organismos públicos, autoimpuesta. De una medida cautelar, infinitamente más grave como la prisión provisional, nadie sostiene que atente contra la presunción de inocencia, por más que se acuerda, por indicios, antes de que se dicte sentencia.

Finalmente, a reservas de mejor opinión, no se ve en qué pueda verse afectada la seguridad jurídica. Se trata de una norma clara, vigente previamente -cinco años- a su actual aplicación. La discusión sobre que sea o deje de ser corrupción política es algo que, y más en un Parlamento, es una decisión política según sólidos criterios político-criminales, no al buen tuntún, que se adopta por mayoría.

Como saben los lectores de estas páginas, vengo sosteniendo desde hace tiempo que, por razones de ética política y por imponerlo el conflicto de intereses en que los electos y otros altos cargos se encuentran cuando se les abre juicio oral, lo correcto es la dimisión. Es el precio a pagar por ejercer determinadas funciones y de los privilegios que las acompañan. 

El Parlament de Catalunya, en insólita anticipación, ha hilado más fino e impone solo la suspensión del cargo de diputado cuando se abre juicio por delitos vinculados a la corrupción. Es un primer paso, huérfano de acompañamiento por ahora, para la dignificación de la política, pero, por ahora, el único que se ha dado en esta materia a nivel normativo. 

Lo que no parece de recibo ahora es una interpretación grouchiana de estos principios, interpretación que se pretende imponer cuando, a quien a ellos se le somete, se siente perjudicado. Y además, no tiene el valor de hacerse a un lado. Los principios se demuestran no navegando de empopada, sino de bolina, de ceñida. 

Las incertidumbres, sin embargo, del caso Borràs no acaban aquí, con esta nueva tensión, de resultado sea el que resulte, que dañará aún más la institución parlamentaria, en la medida que no se acata el debido juego establecido. 

Se difunde que tal toma en consideración, que se presume será denegada, abre la puerta para llegar a la justicia europea, como si esta fuera el bálsamo de Fierabrás y la Mesa del Parlament un aquelarre de brujas verrugosas. A ojos vista, no se observa ninguna de las mencionadas lesiones -u otras por anunciar- en los derechos fundamentales de Laura Borràs. 

Tan curioso como de incierto resultado es acudir, para llegar a Estrasburgo, a Doménico Scarlatti. El tribunal represor por excelencia en el imaginario catalán será por expresa petición de quienes así lo tildan -con razón- el árbitro en el caso Borràs. 

En fin. Una sola pregunta para concluir estas líneas: ¿qué pasará si el TC falla a favor de Borràs? ¿El TC recobrará su legitimidad ante su legión de detractores? ¿Los opuestos a su resolución deberán desobedecerlo? El marxismo grouchiano siempre ofrece más y más tardes de gloria.

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