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Másteres de favor

Entrada del campus de Móstoles de la URJC. / S.P.

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Como esta pieza va de la limpieza de títulos oficiales universitarios, he de confesar que el título de la misma es una pura copia. Me lo he apropiado del auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (TS) de 28-9-2018, dictado con ocasión del archivo de las acciones penales contra Pablo Casado por gozar el Presidente del Partido del partido Popular de un Máster oficial de la Universidad Rey Juan Carlos que, vino a reconocer –ante las evidencias–, que no había cursado.

El TS, tan puntilloso con gentes más díscolas, considera que tener un título oficial, repito oficial, si es de favor, repito, de favor, es penalmente irrelevante. No es de extrañar que la señora Cifuentes, a quien se juzga estos días por algo parecido, es decir, por disfrutar de una titulación que no se ha ganado en las aulas, esté contrariada. Yo, en su caso, y en el de los estudiantes españoles que sudan la gota gorda con sus estudios, también lo estaría.

Vayamos por partes. Los másteres oficiales (no los títulos propios que ofrecen las universidades, públicas y privadas y otros centros) habilitan a los graduados –los licenciados no lo requieren– para realizar el doctorado, que, a su vez, se compone de dos partes: la de los cursillos y, la más importante, la confección de una tesis doctoral que ha de ser un estudio personal, original, inédito y que ha de ser de acceso público; no valen las tesis secretas.

El acceso a matricularse en el doctorado –no a hacerse pasar por doctor como algún que otro vip– es importante, pero supone la prosecución de un 'cursus honorum' que los que nos dedicamos, creemos que con seriedad, a la investigación y a la docencia universitaria sabemos que no es camino de rosas y que prácticamente requiere dedicación exclusiva. Excepciones 'haylas', pero no suelen figurar por su calidad en los anales de la Ciencia.

Para obtener el máster –entre 60 y 120 créditos ECTS, en denominación de Bolonia–, lo que supone un mínimo de 25/30 horas lectivas –presenciales (antes de la pandemia) por crédito, hay que abonar entre 50 y 100 euros por crédito, según los precios públicos fijados por cada comunidad autónoma, el tipo y duración de máster. Haga cálculos el lector, que seguramente ya los habrá hecho, y verá que sale por un ojo de la cara.

Este obstáculo económico los vips no lo suelen padecer. No porque sean ricos de familia –alguno habrá–, sino porque, al ser vips, es decir, políticos de cierta relevancia, pudiera ser muy fácil que alguna institución vinculada el estudioso vip haya sufragado generosamente el máster en cuestión, ya sea con transferencias efectivas o facilitando la matriculación de llamemos 'becarios', que el ente público financia, financiación a la que, hay que reconocer, la universidad puede ser ajena.

O sea que el primer obstáculo a la hora de cursar un máster es fácilmente superable, en muchos casos, para los vips institucionales. El segundo obstáculo es el académico.

El estudio es como el deporte, aunque sea el practicado amateurmente, exige entrenamiento, mucho. Estudiar requiere estudiar, aunque parezca mentira. No son pocos los estudiantes, la mayoría para qué engañarnos, que cuando acaban la carrera, si el máster no es obligatorio (como el de la abogacía), quieren desentenderse de los libros de texto, las aulas y los profesores.

Consecuencia: el músculo del estudio se atrofia. Ello no quiere decir que no se lleven a cabo por los profesionales actualizaciones puntuales. Pero desengañémonos: no es lo mismo un seminario intensivo de fin de semana, de los de verdad, no de los de Aravaca, de 30 horas –son muchas– que dedicar al año, para un máster de 60 créditos unas 1.500 horas. Aunque solo un tercio de ellas sean presenciales, en clase, el resto, son de estudio y biblioteca. Hay que tener mucho tiempo y mucho tesón, para, estando dedicado a tiempo completo a ser políticamente vip, salgan esas 450 horas anuales, unas 10 semanales, descontando las vacaciones.

Si es complicado para los estudiantes de mediana edad, que vuelven a la facultad y que compatibilizan su nuevo estudio con su trabajo ordinario, calculen hacer un máster entre discurso y discurso, entre pleno y pleno, entre inauguración e inauguración, entre conspiración para quitar la silla a otros y conspiración para que no te la quiten a ti.

Hace falta dopaje. El dopaje en el estudio es que te aprueben por la cara y/o que unos –perdón– negros, te hagan los trabajos de clase, los de fin de máster incluidos. Oferta pública y sin tapujos hay. O sea que con un poco de cara, tirando de influencias y plata, un máster está, dicho en jerga estudiantil, chupado.

Pero topamos con un inconveniente. La asistencia a clase, con la consiguiente confección de trabajos, ponencias e intervenciones. Si el alumno o alumna no ha ido a clase –no se suele pasar lista–, los compañeros, que sí van a clase, recuerdan quién ha asistido y quién no. Es más, recuerdan a quien solo han visto en los medios, pero nunca en el aula. Entonces explicar las calificaciones de aprobado o más –hay quienes un aprobado lo consideran indigno de su 'vipez'– resulta embarazoso. Difícil, no; solo embarazoso. Porque explicarlo es muy fácil: las actas y el titulo final son falsas y falso, respectivamente. Eso es lo que es embarazoso.

Por qué regla de tres, además de haber pagado religiosamente los créditos, haberse dejado las pestañas y haber tenido que repetir más de un trabajo o una asignatura, resulta que unos vips a los que solo se ve en el plasma o en papel tintado, acaban, además con nota, sin despeinarse. Desde luego, por ser más listos que los que se sacan a pulmón el máster no. O sí, son listos.

¿Por qué? Porque su máster es de favor. Lo es porque están en condiciones de exigir o, incluso, de que les sea ofrecido graciosamente, el diploma oficial correspondiente, por el mero, pero esencial, hecho de ser ellos y ellas quienes son. 'Vipez' a tope.

Por eso, tiene mucho de burla que el Tribunal Supremo declare la irrelevancia penal de los títulos de favor. Porque el Tribunal Supremo sabe –y alguna jurisprudencia tiene– que falsear notas, actas y diplomas oficiales, es un delito. Una cosa es decir que se poseer un título –una mentira más para algún político es como una raya más para un tigre– es jurídico-penalmente, irrelevante. Pero lo que es criminalmente relevante es exhibir un diploma oficial, y más si habilita para el ejercicio de una profesión o proseguir la carrera académica, sin haber dado un palo al agua. Y lo grave es que algunos compañeros se presten a tales enjuagues.

Porque, y esto es muy grave, ese título de favor, esa falsedad monumental, es a cambio de algo, con lo que además de la falsedad, entra en juego el soborno, es decir, la quintaesencia de la corrupción pública. Y los delitos son los de falsificar, inducir a la falsificación, utilizar el documento falso sin haber participado en la falsificación, sobornar y ser sobornado. Unas joyas, vaya.

Los imputados, desde luego, podrán, en pleno ejercicio de su derecho de defensa, decir lo que quieran; y si cuela, cuela. Pero lo que no cuela ante la opinión pública es hacer pasar como verdades sus propias mentiras. Los hechos alternativos ya no están de moda. ¿Por qué si, además de los títulos de favor, tuviéramos sentencias de favor, qué pasaría? El lector sabrá sacar sin esfuerzo sus propias conclusiones.

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