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Cuando la mayoría se equivoca

Acto del PP contra la amnistía en Madrid, el 3 de diciembre.

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Permítanme ir a contracorriente y decirles que la opinión de la mayoría está muy sobrevalorada. No siempre equivale a la razón, la justicia o la verdad. Ya lo subrayaba Voltaire al recordar con ironía que la práctica totalidad de la humanidad creyó secularmente que el sol giraba en torno a la tierra y resulta que no es así. Es justo al revés.

El pasado lunes, El País publicó que la mayoría de los españoles, el 60%, es contraria a la amnistía a los implicados en la intentona separatista catalana de 2017. Leí el dato y pensé: “Pocos me parecen para el diluvio que cae sobre nosotros desde hace meses”. Con escasas excepciones, lees un periódico, escuchas una radio, ves un informativo de televisión y allí te asaltan, marciales y vociferantes, una retahíla de políticos y tertulianos pintando esta medida de gracia con los colores del averno. Que un 40% de mis compatriotas resista a semejante bombardeo me parece admirable.

No estoy diciendo que los contrarios a la amnistía estén necesariamente equivocados. Estoy diciendo que tengo serias dudas sobre que hayan alcanzado su opinión escuchando en igualdad de condiciones a los detractores y los simpatizantes de esta medida. La matraca de los opositores es febril y abrumadora y contrasta con la falta de combatividad y pedagogía de los partidarios. Las izquierdas españolas parecen acomplejadas a la hora de presentar los beneficios potenciales de la amnistía para el conjunto de los catalanes y los españoles. Se trata de cerrar un conflicto político muy envenenado. De intentar crear un clima de serenidad y reconciliación.

¡Ah, nuestras izquierdas siempre timoratas, siempre a la defensiva, siempre asumiendo los marcos de debate establecidos por las derechas!

En fin, vuelvo al principio. La opinión se crea, se forja y se manipula a través de la propaganda, y para esto se precisan medios de comunicación de masas. Desde los púlpitos de las iglesias a los diarios, radios, televisiones y redes sociales, los poderosos de cada tiempo y lugar siempre han tenido más instrumentos para difundir ideas favorables a sus intereses que la gente del común. La vida es así, no la he inventado yo.

Lamentablemente, la democracia política no ha llegado a corregir de modo significativo la desigualdad en el acceso a la comunicación de masas. Ni tan siquiera con la existencia de algunos medios de titularidad pública. Aquí, allá y acullá, las opiniones conservadoras son no ya hegemónicas, sino lo siguiente, en los diarios de papel, los medios audiovisuales e Internet. Cuestión de dinero, amigos.

Tampoco las mayorías electorales equivalen automáticamente a lo más conveniente para las mayorías sociales. No se asusten. No se me ocurre otro modo mejor de elegir a los gobernantes, que conste. Desde la comunidad de vecinos hacia arriba, lo mejor es que votemos. Pero lo suyo sería que lo hiciéramos bien informados, racionalmente, no pasionalmente. Les recuerdo que Hitler ganó unas elecciones y ahora lo hacen gente como Trump, Bolsonaro o Milei. O como Putin, Maduro o Erdogan.

Hay progresistas que viven en un crónico estupor al constatar, elección tras elección, que muchos obreros votan a las derechas. Se creen que todo el mundo actúa en función de sus intereses objetivos. Pero no es así. Las competiciones electorales no son tan justas e igualitarias como pregona el discurso canónico. Aquí, allá y acullá hay candidatos que salen a disputarlas dopados institucional, propagandística y económicamente. Pueden conseguir la mayoría con una mezcla de confusión ciudadana, populismo eficaz y lavado de cerebro. 

Cubrí periodísticamente en Estados Unidos dos elecciones presidenciales y tres legislativas. Allí lo primero que tienes que hacer para presentarte a unos comicios es recaudar un dineral para gastártelo en publicidad, el llamado fundraising. Europa es menos descarada, ciertamente, pero está lejos de ser un paraíso de la igualdad de oportunidades políticas. Como nos repiten los sabios, la celebración de comicios no es criterio suficiente para definir a un país como una democracia ejemplar. Se necesitan también una prensa plural e independiente, un poder judicial autónomo, un sistema de garantías de los derechos de las minorías y más, mucho más.

Los progresistas de antes atribuían al analfabetismo el que obreros y campesinos asumieran la propaganda de párrocos y caciques. Fue una de las razones que les llevó a fomentar la educación pública, universal y gratuita. Pero, ay, ello no ha mejorado sensiblemente las cosas. La gente pasa la mayor parte de su tiempo trabajando y atendiendo a su casa y su familia; lo que le resulta más cómodo es adherirse a las ideas que le llegan a través de la tele o el WhatsApp. Lo dijo Jesús Quintero en una andanada sobre el consumo televisivo: “Los analfabetos de hoy son los peores porque en la mayoría de los casos saben leer y escribir, pero no ejercen”.

Creo que el periodismo contemporáneo da una importancia excesiva a las encuestas de opinión. Diríase que insta a los políticos a seguir el criterio de los sondeos por encima de sus principios y valores. Que, siguiendo lo que podríamos llamar doctrina Michavila, anima a los votantes a sumarse a la zona de confort de las supuestas mayorías. Yo prefiero dar prioridad a los hechos y las opiniones razonadas.

El sol jamás giró en torno a la tierra. Las pandemias no son un castigo divino. La pena de muerte no es el mejor instrumento contra el crimen. Los negros y las mujeres no son inferiores intelectualmente a los varones blancos. Hitler no fue el salvador mesiánico que precisaba Alemania. Trump no hizo a América grande de nuevo. Y la amnistía no va a romper a España. Por mucho que lo pensara o lo piense una mayoría. 

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