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Memoria de la Guerra Civil española

Cárcel de Larrinaga durante la Guerra Civil.

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Cada verano paso unos días en la casa familiar en un pueblo sevillano atravesado por el Guadalquivir más caudaloso. Es la casa en la que viven mis padres ahora, pero entre sus gruesos muros se guarda memoria de las otras muchas vidas que la habitaron. Cada verano, como si no pudiera evitarlo, me sumerjo en libros que cuentan historias sobre la Guerra Civil española, sobre la posguerra y el franquismo. El verano para mí tiene todavía ese halo de la infancia cuando me sentaba en la puerta de esta misma casa con mi abuela, con mis tías y mi madre, con las vecinas, y las charlas se prolongaban hasta bien entrada la madrugada. La mayoría de ellas han muerto ya, mi abuela Eugenia, mi tía Carmen, pero su memoria sigue viva todavía en mí. A algunos quizá les parezca un viaje nostálgico, un viaje imposible a un pasado del que no queda nada. Para mí no es así. Más bien todo lo contrario: un ejercicio necesario de memoria y compromiso. No es solo mi memoria personal la que está en juego, sino la memoria colectiva de toda la sociedad española.

Como decía, cada verano regreso a la casa familiar que fue la casa en la que vivía mi familia materna cuando el golpe de Estado de julio de 1936. Aquí vivían mis bisabuelos, Asunción y Pepe, con sus hijos Eugenia, Carmen, Manolo, Francisco y Pepe. Y llegó a vivir Lupe, la hermana de mi bisabuela, con su hija porque se quedó viuda muy joven y la guerra las dejó a las dos hermanas más solas todavía con varios hijos a su cargo. Mi abuelo fue elegido alcalde justo en las últimas elecciones democráticas, en las de febrero de ese mismo año. Siempre digo que mi bisabuelo Pepe fue el último alcalde republicano de Alcalá del Río y lo digo con orgullo y fascinación. Los miembros de aquel gobierno local sufrieron distinta suerte, fueron asesinados o consiguieron huir como mi bisabuelo, al menos, durante un tiempo. Esta historia, la de mi bisabuelo alcalde y todo lo que le pasó a él y a su familia por ser rojos, la he escuchado desde niña en las bocas de mi abuela y su hermana. Cada una tenía su versión, cada una añadía detalles que tenían que ver con su propia experiencia, con las diferentes edades que tenían entonces, con su manera de ver el mundo. Yo las escuchaba cada vez, las aprendía de memoria e iba añadiendo detalles y variaciones porque nunca la contaban de la misma forma. Ellas ya no están, pero la historia vive todavía a través de la memoria de aquellos que la escucharon y yo pregunto, le pregunto a mi tía, la hija mayor de mi abuela, la hermana de mi madre, que me cuente. Me afano en recordarlas porque más que memoria, vivimos un obligado olvido colectivo que de tanto querer borrar nuestro pasado más reciente —fragmentarlo hasta hacerlo desaparecer, ignorarlo como si fueran leyendas de viejos—, lo único que va a conseguir es que la historia se repita.

Estos días he cogido entre las manos un libro que, sin ser perfecto, me ha ofrecido un pequeño inventario de fragmentos perdidos de nuestra historia. El libro es La guerra civil española en 100 objetos, imágenes y lugares, editado por Antonio Cazorla y Adrian Shubert y en él once investigadores distintos con sus propias voces y visiones nos cuentan cien historias de la guerra y el franquismo a partir de objetos, imágenes y lugares. Viendo cada una de sus páginas donde hay objetos tan dispares como una granada, una placa o una cartilla de racionamiento he pensado en los objetos y lugares de la Guerra Civil de mi propia familia. Esos fragmentos me han ayudado a recomponer los propios.

De toda la memoria que guarda este libro, hay algo que me ha llamado la atención especialmente, una pieza desconocida para mí hasta ahora de este imposible puzle: la figura de la “madrina de guerra”. La fotografía es de una carta, algo que, a simple vista, pasaría desapercibido. Imagino las miles y miles de cartas que cruzarían la península de una punta a otra. La escritura, al fin y al cabo, era un ejercicio de supervivencia, una manera de sostener el hilo de la vida. Esta carta fue escrita por el soldado republicano Antonio Castillo el 19 de octubre de 1937 desde el frente de Granada. La foto es pequeña, reproducida en blanco y negro, las letras parecen apenas borrones en la página. Una carta escrita hace ochenta y cinco años, con un doblez justo en la mitad como si hubiera estado guardada así, doblada en dos durante todo este tiempo. Tuve que pegarme la página a la nariz para poder descifrar la letra de Antonio que, a pesar de todo, es hermosa y clara y dice así: “Mi distinguida camarada: el que tiene el atrevimiento de escribirle sin conocerla es un soldado que habiendo tenido referencias por un paisano suyo de que en ese pueblo hay una muchacha por demás guapa y simpática. He querido tener el gusto de saludarla aunque no si usted sabrá darle a esta carta el carácter de desinteresada curiosidad que yo quiero poner en estos renglones. Como quiera que aquí en el frente se siente uno falto de amistades con quien sostener una periódica comunicación que le ayude a pasar algunos ratos pensando en otra cosa que no sea la guerra y más que mi caso por mi condición de evadido de Granada hace que no teniendo familiar alguno mi aislamiento es doblemente trágico. Por tanto yo que tengo un…”. Y así termina. La corresponsal al otro lado es María Luisa, una de esas muchachas, “madrinas de guerra” que, de manera voluntaria, se ofrecieron a mantener correspondencia con los milicianos que estaban en el frente.

Cualquiera puede tener un objeto que le gustaría ver en estas páginas, una historia propia sobre la Guerra Civil. Todas las familias españolas tienen la suya, solo hay que rascar un poco, preguntar, vencer el miedo a los silencios. Muchas no se conocerán nunca porque nadie preguntó, porque el miedo prolongó sus raíces como un árbol centenario por los recuerdos y muchas personas que nunca hablaron se llevaron sus historias a la tumba. La generación que vivió la violencia más terrible está desapareciendo, ha desaparecido casi por completo. Y la memoria en España es moneda de cambio para los políticos. “En España hay muchos lugares sin memoria y muchas memorias sin lugar”, dice este libro. Por muchos libros que haya sobre la Guerra Civil, por mucho que algunos se empeñen en que pasemos página, todavía no se ha hecho justicia. Hay hijos, hijas que no saben dónde está el cuerpo de sus padres, hay nietos que emprenden búsquedas laberínticas que no se acaban nunca. La búsqueda se hereda, la memoria se hereda de generación a generación. Es más difícil conseguir el apoyo institucional para abrir una fosa que escarbar en la tierra con las propias manos. ¿Cómo podrán las generaciones venideras aprender sobre justicia, solidaridad e igualdad si no conocemos nuestro pasado? Aquí escribe una biznieta que todavía intenta reunir las piezas de su historia, de nuestra historia. No en vano, la mayoría de las personas que desde las asociaciones de memoria histórica intentan hacer el trabajo que el Estado no hace, son hijos, nietos, sobrinos y biznietos como yo.

Me gustaría tener una fotografía de la máquina de fideos que mi bisabuelo fabricó en la cárcel de la Ranilla para sacarse algún dinerillo o del delantal de múltiples bolsillos que mi bisabuela y su hermana escondían bajo sus faldas cuando iban a hacer estraperlo en la posguerra al puerto de Sevilla. Tantas, tantas historias que podrían estar en un museo para que todos pudiéramos recordar juntos, recomponer el puzle y que yacen en las cunetas, en los barrancos, en las tapias de los cementerios, en los cajones de las cómodas y en la memoria de los muertos. 

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