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Morir en una ciudad dichosa

Vista de los asistentes a la manifestación que se celebró el pasado sábado en Madrid
21 de agosto de 2020 22:13 h

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Que este mes de agosto no es como otros meses de agosto es una obviedad. Es más, diría que los meses de agosto de este país suelen ser los meses más semejantes de año en año. El de 2020, en cambio, es algo extraordinario. No solo porque uno puede ir a la playa sin tener el pie del vecino de al lado rozándole la coronilla; porque se puede encontrar sitio para aparcar en frente de los restaurantes o porque hay más peces en el agua. Es raro porque nosotros, todos, estamos y nos sentimos raros. 

Depende de cómo lo miremos, de a dónde miremos, podríamos llegar a creer que esto es parecido a lo que antes era normal: en los bares y restaurantes la gente se reúne, charla, bebe, ríe, se come una paella y se toma un café con hielo. Pero hay un rumor de fondo, un murmullo de la conciencia, que en realidad tiñe cada gesto: es el temor de que Albert Camus tuviera razón y de que la ficción sea una premonición de la realidad. 

“Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. 

Así termina La peste de Albert Camus, un libro que a tantos nos ha iluminado en estos tiempos de pandemia. Un clásico que, como todo clásico, sigue vivo y ayudándonos a comprender recovecos del presente. 

Es agosto y muchos hemos decidido irnos a la playa, al campo, a la montaña. Pocos aviones —o menos que de costumbre—, pero sí unos días de tregua, de 'déjenme sentir que todavía estamos vivos, que podemos hacer lo que suelen hacer los humanos para estar felices y tranquilos, para sentir que la vida merece la pena'.

Los meses de encierro no han pasado en balde. Parece que fueron hace un siglo pero todavía los tenemos muy marcados en el organismo. “Un día de estos se me va a ir la cabeza por el trauma que ha significado estar tres meses en casa con tres hijos pequeños”, me decía una amiga, “sé que en algún momento el trauma de estos meses me saldrá o explotaré por algún lado”. 

Todos hemos quedado un tanto malheridos, marcados por esta experiencia extraña. Si lo ponemos en contraste con lo que vivieron nuestros abuelos que superaron una guerra, la queja puede sonar frívola por nuestra parte. Pero, al fin, cada uno habla desde su rincón del mundo y de poco sirve que nos digan que otros lo pasaron peor –que tenemos que terminarnos la comida porque hay niños que pasan hambre o que no nos quejemos de tener que estar encerrados porque por lo menos eso implica que tenemos casa. 

A cada uno le duele su dolor y ponerlo en perspectiva, aunque sea de forma bienintencionada, no siempre contribuye a nuestra salud. De fondo, la comparación nos está diciendo que nuestro dolor no es legítimo. Y eso, a su vez, quizás no es justo con nuestro padecimiento. Si algo me duele, debo poder decirlo. Y, no sólo eso, me ayudará que alguien lo vea y lo reconozca. De otra forma, en el futuro, ni yo mismo me daré espacio para reconocer aquello que me duele. Y, poco a poco, me estaré acostumbrando a que la vida es dura en lugar de buscar remedios a nuestros males.

Ante este malestar compartido, en distintos grados, formas y medidas, el mes de agosto está siendo para muchos una tregua, un bálsamo a los dolores que hemos tenido y que, por muy acomodados o del primer mundo que sean, son nuestros dolores. 

“Si me encierran ahora no sé cómo lo podré soportar”, nos decíamos a finales de julio ante la amenaza de un nuevo confinamiento inminente. “Que pase lo que tenga que pasar en otoño pero que me dejen por lo menos hacer vacaciones en agosto”, ha sido un sentimiento democráticamente extendido. Hay de hecho varias teorías conspiratorias que dicen que se nos está dando este respiro pero que ya está decidido que en septiembre todos vamos de cabeza a la cueva de nuevo.

Será por un irremediable optimismo o por un cierto escepticismo respecto de cualquier propuesta conspiranoica pero diría que la evolución de este virus ha sido y es muy difícil de prever. Si no fuera así, no estaríamos donde estamos. Y precisamente por ese motivo no podemos saber a ciencia cierta si en septiembre, octubre o noviembre, estaremos mejor o peor. Hay indicadores pero no hay certezas. Hay probabilidades pero no futuros determinados. Por tanto no creo que nadie sepa o pueda estar seguro de que en septiembre se acabó lo que se daba: esta bendita tregua. 

Pero, volviendo a este mes de agosto: mientras uno se levanta de la toalla para caminar con cautela hacia el mar e imaginar que la sal se le llevará todos los problemas, no podemos evitar pensar en las palabras de Camus: la alegría está siempre amenazada porque la peste no muere ni desaparece jamás. Disfrutemos de este sol y esta fantasía porque la realidad nos está esperando y puede llegar un día en que el virus, “para desgracia y enseñanza nuestra, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.

Parece que estamos aprendiendo a vivir en un limbo o en un conflicto entre varias voces que pueden coexistir y coexisten en muchos de nosotros: el adolescente que dice “me he ganado esta fiesta porque he aprobado los exámenes”; el espíritu joven que dice que ante lo incierto de la existencia hay que aprovechar cada momento; el artista a quien las situaciones extremas le inspiran para crear, ya sea una obra de arte o su propia vida; y el penitente que hace cada gesto cargado de culpa o con la sensación de que ni merece ni es justo nada de lo que hace; o, aún, el adulto avergonzado porque, como diría Camus “hace ya mucho tiempo que tengo vergüenza, vergüenza total de haber sido, sea de lejos, sea de cerca, un criminal a mi vez”. 

Si en nuestra vida ordinaria la dimensión moral de nuestra existencia y de nuestras decisiones puede pasar fácilmente desapercibida porque las consecuencias son a menudo invisibles o muy distantes –cuando voy en coche al trabajo no veo cómo ese CO2 afectará a mis hijos en unos años; cuando pago menos impuestos no veo cómo habrá menos recursos para las escuelas-, la pandemia evidencia y nos pega una bofetada cada vez que vemos de cerca qué ocurre cuando no actúo o actuamos con prudencia. 

Y mientras releo a Camus, escucho los reclamos de libertad de los 2.500 manifestantes del 16-A. Los gritos de periodistas-terroristas. “Están atentando contra nuestros derechos humanos universales”. “La mascarilla es una tortura”, gritan. Y me digo, chica, ¿has probado qué tan cómoda resulta una traqueotomía? Pienso en los cowboys que se pasean por los centros comerciales de EEUU sin mascarilla y desafiando a la autoridad. Me pregunto qué piensan los que están ahí manifestándose sin mascarilla y los que están manifestándose en contra de la mascarilla pero la llevan puesta. 'Yo, por si acaso, me la pongo, vaya a ser que me contagie; pero esto de que nos obliguen a usarla es una barbaridad', deben decir estos últimos. 

Consiguieron autorización para manifestarse gracias a que no mencionaron que iban a ir sin mascarilla. Y a todos se nos ha quedado la cara de tontos. El derecho a la manifestación es un derecho por el que se ha derramado mucha sangre en la historia y no es cosa menor. Pero es obvio que tiene límites. Por ejemplo, no permitiríamos que hubiera una manifestación para defender el genocidio de determinada raza, grupo político o religioso. 

En este caso del 16-A, los manifestantes parece que lograron autorización para manifestarse gracias a una mentira. Y me pregunto si no se podría haber previsto que esa era su intención o, por lo menos, no se podría haber estudiado el caso con mayor detenimiento. 

Puedo entender que con el ánimo de proteger el derecho a la manifestación aceptemos esa vulneración a la salud pública diciendo que: al fin, es su salud y que hagan lo que quieran, tienen derecho a manifestar sus opiniones. Lo que no entiendo es lo que piensan. De entre esas voces que todos tenemos dentro en estos tiempos y que nos generan una suerte de contradicción o lucha interna permanente: ¿qué voces tienen ellos? ¿De verdad no sienten ninguna culpa ni vergüenza? Hemos luchado mucho por las libertades que tenemos hoy. No hay que aceptar ni defender las pérdidas de libertades así como así, ni por supuesto de forma definitiva. Pero, ¿de verdad no sienten ninguna culpa por la posibilidad de ser cómplices de algún asesinato?

Vuelve Camus: “La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones.” 

Y más: “Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles.” 

Y ya termino, leyendo: “Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”. 

Las ratas pueden venir a morir en esta ciudad dichosa. 

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