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Nuestras ciudades invisibles

El palacio del Vaticano

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Viajar en avión en estos tiempos tiene algo de inquietante —sentarse cual anchoa en un espacio reducido, codo a codo con un extraño, despierta cualquier tic nervioso—; y, a la par, algo de excitante; lo que era ya un hábito y una vivencia industrializada y precarizada está rodeado ahora de un aura de aventura con cierto riesgo.

Viajar a Italia, nuestro gemelo en esta crisis, y hacerse la PCR exigida para poder entrar en el país, y salir del aeropuerto sin que nadie haya comprobado nada, tiene algo de inquietante —¿se puede saber cuándo vamos a disciplinarnos y a dejar de pensar que esto es jauja?—; y, a la par, algo de excitante; bienvenidos a una Roma vacía, a un Vaticano sin turistas, a la experiencia que tenían las pocas personas que viajaban sin tener que pasar apenas controles a principios del s.XX. 

Mundo de contradicciones. El Vaticano que solía estar repleto de turistas que iban a mirar y que no veían nada: ahora no se ven. La plaza es un desierto tras la catástrofe. Un monumento sin sentido, hoy que no hay nadie que vaya a mirarlo. Quienes pueblan la plaza, en cambio, o mejor dicho su perímetro, son las personas sin techo. Ellas custodian la circunferencia cual guardianes sin armadura. Ellos moran, reposan, viven, en el Vaticano. Ellos no van cual turista a mirar el Vaticano sin verlo, van a buscar y a recibir refugio. Ellos, que eran los errantes invisibles de Roma, los que nadie veía o quería ver; ellos son los que ahora se ven. Decenas de ellos, bajo la columnata solemne. 

Esta pandemia es como el fuego que quema el papel para hacer aflorar las siluetas invisibles. Nos hace ver aquello que estaba y en lo que nunca reparábamos. Son Las ciudades invisibles de Italo Calvino: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos.” Escribía el italiano. La pandemia ha traído a flote algunos infiernos. El Papa, decidiendo acoger y dando de comer a los sin techo de Roma, a los nuevos habitantes del Vaticano, quiso visibilizar otros. 

“Dos maneras hay de no sufrirlo.”, sigue Calvino. “La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo ya.” Es lo que hacemos cuando caminamos enfrente de una persona sin techo y agachamos la vista, cuando ni le miramos ni le vemos. Cuando aceptamos que esto es parte-de-lo-que-hay y no movemos ni una ceja para denunciarlo. Cuando nos hacemos mayores y nos rendimos; cuando nos miramos al que se queja o al que denuncia con una mirada altiva o condescendiente y le decimos “ya se cansará”.

En tiempos de sobreinformación, de borrachera de datos, de estadísticas, cifra de muertos, de pobres, de enfermos; en la era del estímulo constante el milagro es seguir percibiendo, seguir sintiendo algo. Lo común es la anestesia. La ceguera. Lo habitual es huir de casa en cuanto se puede, hacer el turista por la vida para llegar a destino y no ver nada: porque el que ha perdido el hábito de mirar, y de ver, no ve ni en casa ni fuera. 

Hay, sin embargo, otro camino, otra manera, según Calvino. “La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno. Y hacerlo durar, y darle espacio.” Levanto la cabeza gacha y miro, y me pregunto: ¿qué hay en medio de este infierno que no es infierno? Y pienso en la tormenta de anoche que caía en cascada desde el techo de las columnas del Vaticano, que hacía de la calle río, que nos empapaba hasta las rodillas y nos tentaba a ser el protagonista de Cantando bajo la lluvia. Y pienso en la persona sin techo que esta mañana, libremente, había decidido limpiar y limpiaba el desastre que la naturaleza había hecho bajo el puente que lleva al Vaticano. Ese hombre fuerte que sonreía a todo paseante mientras pasaba la escoba y nos limpiaba el camino. Que barría como quien barre el patio de su casa. Que me saludó de lejos levantando una mano enérgica y entusiasta: buongiorno, signorina! Pienso en la monja que me sirvió el café esta mañana con una sonrisa de niña pícara. 

En el preso que hace unos días me contaba que desde que llegó a la cárcel ha dejado de sentirse solo —él que solía vivir inmerso en la condena de la soledad— porque ahí había encontrado la presencia de Dios. En Robinson Crusoe que abandonado en una isla desierta sin esperanza de salvación se alegra de estar vivo; que privado de ningún trato ni compañía se contenta de haber naufragado en una isla donde no pasa hambre; que indefenso, sin medios y sin vestimenta, se maravilla de la suerte de estar en un rincón de mundo donde no hay amenazas ni necesidad de ropa de abrigo. 

La pandemia ha hecho aflorar algunos infiernos invisibles. El Papa ha elegido visibilizar otros. Mirarlos es el primer paso para encontrar el desinfierno. Verlos, ver el sufrimiento del infierno, como nos diría Levinas, es lo que nos conmoverá, lo que nos moverá a no aceptarlo, a buscar ese desinfierno para darle espacio

Propongo que el día que volvamos a viajar vayamos a buscar las ciudades invisibles. Propongo que cada vez que salgamos de casa hagamos de fuego que quema el papel para hacer emerger esos infiernos que no vemos. Que dentro de nuestras paredes, físicas e imaginarias, miremos e intentemos ver qué hay de ese infierno en nosotros, y qué de desinfierno al que dar espacio. 

 

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