Nacionalizaciones: una idea que vuelve
Parece que la nacionalización de sectores estratégicos suministradores de servicios básicos para la sociedad es una idea que vuelve a calar en la agenda política de la izquierda. El nuevo líder laborista Jeremy Corbyn la defiende claramente y también en nuestro país ha vuelto a relanzarse. Alberto Garzón es quien la ha planteado más explícitamente, justificando su inclusión en el programa electoral de IU tanto por razones socioeconómicas como políticas: por la necesidad de garantizar el acceso a esos servicios básicos -esenciales para la calidad de vida- a colectivos de bajos ingresos, pero también por la necesidad de reconstruir “un Estado fuerte”, con empresas públicas potentes que puedan evitar o dificultar a los intereses privados dominantes la capacidad de “extorsionar y chantajear” al Estado y de imponer sus prioridades frente a los intereses generales del país. Una capacidad que se ha venido debilitando sistemáticamente, privatizándose entidades que -como la crisis ha evidenciado después- eran en no pocos casos fundamentales para un mejor desempeño de la economía y para una mayor cobertura de necesidades sociales básicas. España, sin duda, ha sido un caso de manual.
Frente a esta situación, tiene todo el sentido la propuesta de nacionalizar empresas esenciales para una vida digna y de crear nuevas empresas públicas en aquellos sectores básicos en los que la nacionalización no fuese factible o conveniente. Tras lo visto en años recientes, es difícil desde una perspectiva progresista no comulgar en alguna medida con estas ideas. Pero tampoco deben obviarse los obstáculos -económicos y, más aún, políticos- que las dificultan. Por eso, resulta imprescindible la labor de prospección de medidas innovadoras que puedan complementar este tipo de políticas , de forma que ayuden a conseguir algunos de sus objetivos, aún sin necesidad de formalizar nacionalizaciones en sentido estricto. Medidas imaginativas que pueden actuar como palancas de cambio para el funcionamiento de grandes empresas de sectores básicos, estableciendo condiciones para su actuación, pero que pueden evitar o suavizar los conflictos y costes que inevitablemente acarrea la actuación radical sobre la forma de propiedad.
Merece la pena, en este sentido, reparar en el trabajo que viene desarrollado un grupo de profesores (próximo al laborismo) del Centre for Research on Socio-Cultural Change (CRESC) de la Universidad de Manchester en torno a lo que han denominado “Foundational Economy” (que puede traducirse por economía esencial, fundamental o básica). Un término con el que se refieren a aquellas actividades económicas que resultan esenciales para garantizar una calidad de vida mínima, en la medida en que satisfacen necesidades básicas del ser humano: un concepto ineludiblemente subjetivo, pero en el que pueden incluirse actividades como electricidad, gas, agua, vivienda, servicios bancarios, alimentación, transporte, sanidad, educación y un largo etcétera. Puede verse al respecto el libro de A. Bowman et al. The End of the Experiment: From Competition to the Foundational Economy, así como el artículo de Julie Froud “Repensando la responsabilidad corporativa como licencia social”, que se recoge en el número 14 de Dossieres EsF.
Muchas de las empresas que trabajan en estos sectores son entidades de pequeña y mediana dimensión, sin especiales apoyos públicos y sobre las que no deben, en principio, plantearse más requisitos que los que marca la ley con criterio general. Pero una parte decisiva de la actividad de estos sectores corre a cargo de grandes empresas. Grandes empresas que desempeñan una labor que, por su carácter básico, debería considerarse un servicio público, que en no pocos casos proceden de entidades públicas (privatizadas, externalizadas o que subcontratan su actividad) y que, sea cual sea su origen, disfrutan frecuentemente de alguna suerte de privilegio público: particularmente, un mercado muchas veces cautivo. Un privilegio que levanta significativas barreras de entrada frente a competidores potenciales y que constituye, directa o indirectamente, una concesión, una suerte de licencia (un permiso público para operar en un espacio determinado y conseguir ganancias en él) que habitualmente posibilita una situación de competencia restringida de la que las empresas en cuestión suelen extraer un beneficio extraordinario o al menos una vida plácida y flujos de ingresos relativamente seguros.
Es una situación a la que debería corresponder algún tipo de obligación de las empresas no sólo con el Estado, sino también con las personas y colectividades con las que trabajan y a las que ofertan sus productos o servicios. Sin embargo, no parece infrecuente que la realidad sea precisamente la contraria: que esas grandes empresas aprovechan su posición de mercado para prestar un servicio de calidad cuestionable, desarrollar pautas laborales y ambientales lamentables, imponer precios excesivos y ningunear al consumidor, entendiendo su licencia para operar como una jugosa patente de corso.
Es verdad que en muchos casos estas empresas tratan de compensar sus actuaciones mediante las denominadas políticas de responsabilidad corporativa (RSC), pero, salvo en casos excepcionales, estas políticas se limitan a actuaciones de imagen, que no inciden más que superficialmente en las estrategias empresariales y que son absolutamente voluntarias, unilaterales y discrecionales, al tiempo que claramente insuficientes en su alcance e incidencia, cuando no engañosas (por si no teníamos suficientes evidencias, ahí tenemos el caso Volkswagen). Por eso no bastan para corregir o compensar ni sus frecuentes externalidades negativas ni la habitual prepotencia con la que operan ni para orientar modelos de actuación realmente positivos para la sociedad.
Como resulta cada día más patente, para todo ello es imprescindible una regulación más severa. Una regulación que debe afectar a todos aquellos aspectos que por su importancia no pueden depender del voluntarismo empresarial, pero que, en los casos que comentamos debería extenderse también a una formalización contractual con la comunidad de la licencia estatal -explícita o implícita- en la que descansa en buena medida su negocio. Una formalización, explica J. Froud en el artículo citado, que se basa en la convicción de que “...los intereses de la comunidad tienen que hacerse valer a través de algún tipo de proceso político, porque el mercado no va a producir automáticamente resultados que satisfagan las necesidades sociales”. Una decisión política que imponga con suficiente concreción para cada licencia permitida el correspondiente “contrato social”: las contrapartidas (en todo tipo de actuaciones: con los trabajadores, con los consumidores, con proveedores locales, con personas necesitadas, con la comunidad, con el medio ambiente...) que la gran empresa en cuestión tiene que cumplir para facilitar una mayor compatibilidad entre sus intereses y los de la comunidad en la que opera. Un contrato -diferente según las empresas y comunidades concretas- que la empresa firmaría no sólo con la Administración Pública, sino también con la comunidad y por el que la empresa obtiene el derecho a actuar (y a conseguir beneficios), adecuando sus comportamientos a las condiciones acordadas. Con palabras de la profesora Froud, “un acuerdo explícito que permite a las empresas o sectores privilegios y derechos para operar, al tiempo de que se establecen las obligaciones recíprocas de ofrecer beneficios sociales” y que “...haría que el derecho de operar dependiera de proporcionar un servicio que cumpliera con criterios pertinentes de responsabilidad con la comunidad”, “en lugar de depender de acciones voluntarias y descoordinadas por parte de las empresas en virtud de sus propios programas de responsabilidad social corporativa”.
Parece innecesario destacar que todo este planteamiento sólo tendría sentido con la participación activa de los colectivos interesados (trabajadores, clientes, proveedores...) y de la comunidad afectada. Sectores todos que tendrían que ser no sólo partes contratantes esenciales de la licencia social, sino también atentos vigilantes del cumplimiento del contrato y denunciantes de sus posibles desvíos. Pero, naturalmente, eso no bastaría, el planteamiento requeriría necesariamente también de una actitud decidida por parte de la Administración Pública y sólo podría funcionar en un contexto de obligatoriedad legal de los compromisos asumidos por la empresa -y de las correspondientes sanciones por sus eventuales incumplimientos-. Desde esa perspectiva, habría que contemplar el sistema de licencias o contratos sociales como una pieza de una forma más participativa de entender el gobierno, quizás de particular interés y oportunidad en el ámbito local. Una forma de gobierno, por otra parte, sólo concebible desde una voluntad política real de controlar el funcionamiento de las grandes empresas.
Insisto para acabar: no debe entenderse todo lo anterior como una alternativa integral a las nacionalizaciones y mucho menos a las empresas públicas, sino sólo como una vía para conseguir de las grandes empresas que suministran productos o servicios esenciales comportamientos coherentes con los intereses de los sectores más afectados por su actividad y de las comunidades en que operan. Una vía en absoluto sencilla, pero que probablemente puede ser más fácil de implementar que una política ambiciosa de nacionalizaciones.
Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autor. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.