Los olivos y los cuerpos que caen bajo el hacha colonial
Ya sabíamos que el presunto acuerdo de paz firmado hace unas semanas entre Israel y Hamás, mediado por Donald Trump -que lo mismo compra la Franja de Gaza que unas elecciones en Argentina- era en realidad un vergonzoso espejismo que oculta la perpetuación de la violencia y la ocupación en Gaza y Cisjordania. El presunto alto al fuego sigue matando en Gaza, y la vida de los campesinos palestinos que recolectan aceitunas, y de toda la población en Cisjordania, se desangra bajo las botas de los colonos armados y del Ejército israelí.
El acuerdo no ha supuesto nada contra el genocidio lento que supone la limpieza étnica cotidiana: el saqueo de miles de olivos, la quema de campos, el desplazamiento forzado y las detenciones arbitrarias. Los colonos, protegidos por un Estado que se vende como democrático pero practica un apartheid descarado, ponen precio a cada rama cortada, a cada cuerpo herido, y se apropian de cualquier esperanza de paz real para la región, mientras la comunidad internacional sigue mirando hacia otro lado, aceptando lo que ya sabíamos que no era más que una tregua temporal. Cisjordania trata de resistir, sumida en el sufrimiento y la injusticia, pero el pueblo palestino sigue siendo condenado a la miseria y la opresión en nombre de un proceso de paz que solo legitima la expansión colonial y la violencia sistemática.
Desde octubre de 2023, la violencia en Cisjordania ha ido in crescendo y, hasta hoy, han sido documentados miles de ataques de colonos israelíes a palestinos, con agresiones físicas, destrucción de propiedades y un saqueo de olivares que arrecia justo en época de cosecha. La campaña de expolio de olivares, eje económico y cultural palestino, es un símbolo de esa violencia que la comunidad internacional prefiere ignorar o acepta pasiva y cobardemente. En Cisjordania han muerto miles de palestinos, ha habido miles de heridos y detenidos, incluyendo muchos niños, y los colonos atacan expresamente a los recolectores de aceitunas y a los activistas que intentan protegerlos, haciendo evidente que la población palestina sigue siendo víctima de una estrategia de acoso, desposesión y desplazamiento. Parte de esta violencia va acompañada de demoliciones masivas de viviendas, escuelas y pozos palestinos, ordenadas por el Ejército israelí. Son los colonos, con el aval implícito del Estado sionista y la inacción internacional, quienes mantienen una guerra silenciosa, sostenida, incesante contra palestinos indefensos. Este modus operandi vuelve absurdo el discurso oficial de paz y justicia, y pone en evidencia la complicidad global con la perpetuidad de la invasión y ocupación israelí, las continuas operaciones militares y expansiones de colonos y, por tanto, la negación al pueblo palestino de cualquier futuro digno y libre.
El acuerdo firmado a principios de octubre de 2025 supuso poco más que una sentencia de continuidad para la ocupación de Cisjordania. El conflicto entre colonos israelíes y aceituneros palestinos, lejos de menguar, ha escalado: bajo el paraguas del acuerdo se intensifica el expolio de tierras, el robo de olivares y la persecución sistemática de comunidades campesinas, que ven cómo su medio de vida y su identidad son arrancados de raíz. No hay ningún mecanismo real de supervisión o protección en Cisjordania. Según UNRWA y Amnistía Internacional, Israel ha incrementado los asentamientos ilegales, han aumentado los ataques de colonos contra palestinos, muchos de ellos dirigidos contra campesinos y familias que se niegan a abandonar sus olivares, los palestinos son asesinados por fuerzas israelíes o colonos, y según la ONU, más de 40.000 personas han sido desplazadas de sus viviendas, lo que se considera el mayor desplazamiento forzoso de población desde 1967.
La cosecha de la aceituna no es una simple actividad agrícola: es el corazón cultural, ecológico y económico de cientos de comunidades palestinas. Y es ese corazón el que los colonos y las tropas israelíes han decidido atacar con especial saña: el robo y la tala masiva de olivos, la quema de campos, la destrucción de infraestructuras hídricas en lugares como Ramallah, Nablus, Salfit y Jericó, y las palizas a agricultores y niños forman parte del día a día. El propósito es doble: eliminar sus medios de subsistencia y sembrar el terror para acelerar el éxodo. El ejército israelí es cómplice logístico y la comunidad internacional, cómplice política.
No hay paz posible si se pacta la institucionalización del expolio y la humillación. Las imágenes de los aceituneros palestinos, asediados, golpeados y despojados de todo, deberían avergonzar a cualquier sociedad que se diga civilizada y el reciente acuerdo debiera denunciarse como una mascarada diplomática, una coartada perfecta para la limpieza étnica gradual, para la violencia metódica y administrada. El Estado israelí y sus colonos se llevan no solo la tierra, el agua y el fruto del trabajo, sino la memoria misma de la resistencia campesina. Y la comunidad internacional ata sus manos a los intereses geopolíticos, se pliega al miedo a decir verdades incómodas y asiste, cómplice, a la consolidación del régimen del apartheid, que convierte a los palestinos en población prescindible, desarraigada y condenada al éxodo.
Los testimonios de los campesinos palestinos y de sus familias agredidas en Cisjordania desvelan el reverso brutal de la diplomacia internacional: la violencia de los colonos es constante, devastadora y profundamente desmoralizante. Porque los ataques fracturan comunidades y dejan traumas imborrables en varias generaciones. No debemos olvidar. No debemos callar. Debemos seguir denunciando que el dolor de Cisjordania no es invisible sino invisibilizado, y que el olivo que cae bajo el hacha colonial es una herida abierta en la conciencia de todos los pueblos que luchan por la justicia y la dignidad. Si esta es la paz que nos ofrece el siglo XXI, los aceituneros palestinos —y quienes se niegan a olvidar su dolor— tienen derecho a indignarse, a resistir y a exigir que la historia no vuelva a ser escrita por los colonos y sus aliados.
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