Cuerpos insurgentes contra el fascismo
No hay mayor herejía en un mundo domesticado por el miedo que un torso desnudo gritando libertad. Femen lo sabe y lo encarna. Sus cuerpos no piden permiso: irrumpen, interpelan, desnudan la hipocresía de una sociedad que tolera el revisionismo franquista, que tolera el exhibicionismo fascista, que tolera que una de cada tres mujeres en la Unión Europea sufra violencia física o sexual a lo largo de su vida, pero se escandaliza ante un pecho descubierto que se enfrenta al monstruo y que clama justicia. Las mujeres de Femen que fueron a protestar contra la misa organizada por la familia de Franco son la blasfemia necesaria en una España y una Europa enfermas de ultraderecha y de decencia hipócrita, en este territorio degradado donde las instituciones reconocen una “epidemia silenciosa” y se felicitan por protocolos que no salvan vidas, mientras el viejo enemigo avanza de nuevo desvirtuando las mejores ideas, recortando los escasos recursos, amenazando con regresiones asesinas.
La desnudez de Femen es un arma política y poética, un poema, un pasquín, un manifiesto que se escribe en carne viva, como durante siglos se ha escrito en carne viva la imposición del silencio. Por eso no aceptan medias tintas las activistas de Femen: su protesta es descarnada, desarma la mentira patriarcal y convoca a una sororidad combativa que siga aspirando a derrotar la opresión. Porque lo que Femen desafía no es solo el patriarcado: es la alianza entre el capital, la religión y los autoritarismos, que colaboran en la fabricación de una moral de hierro que someta a las personas libres y a los colectivos vulnerables. Cuando una activista pinta una frase en su piel desnuda, está escribiendo la verdad que los violentos, los fascistas, muchos desde un despacho de poder, quisieran borrar con gas lacrimógeno y demandas judiciales.
En España, las acciones de Femen vienen desde hace años señalando directamente a Vox como “una amenaza para la democracia”. Lo hacen desnudando y encadenando sus cuerpos, mientras la policía abre diligencias por “ofensa” y “desórdenes”. Pero su performance no busca el shock, busca conciencia, ni pide comprensión, exige ruptura. Por eso las detienen, las fichan y las convierten en expediente, intentando domesticar lo indomesticable. Por eso las agreden sexualmente, como hicieron el otro día los franquistas, apretando sus pechos, manoseando su dignidad.
Pensábamos que el neofascismo ya no lleva uniforme marrón ni saluda con el brazo en alto, que se presenta con traje o camisa ajustada, con un discurso cínico, con el manto de una falsa libertad de opinión que legitima el odio. Pero el otro día volvimos a ver al monstruo fascista de siempre, al monstruo del bigote y el puro, al monstruo sin reciclar de un patriarcado que aún sueña con encerrar otra vez a las mujeres en la cocina, entre cunas o tumbas, y que hoy se sienta, cada vez con más escaños, en parlamentos nacionales y en la Eurocámara, aupado por sondeos que pronostican una fuerte subida de la ultraderecha.
Ante eso, Femen responde con el gesto más subversivo posible: ocupar el espacio público con el cuerpo, convertir la carne en proclama, la piel en ideología, justo cuando partidos reaccionarios incluyen en sus programas, incluso en Europa, la restricción o la abolición del derecho al aborto. Ante ello, en un continente donde se amenaza con devolver a las mujeres a la clandestinidad de sus decisiones más personales, Femen no es una opción provocadora sino una necesidad política.
Las mujeres que fueron el otro día a esa parroquia madrileña son el espejo que aterra al sistema porque le muestran su propia obscenidad: una Europa que presume de igualdad mientras admite que no hay espacios seguros para las mujeres, ni en casa, ni en el trabajo, ni en la calle. Una cuestión de poder. Y quienes tiemblan o vociferan ante ellas, quienes tocan sus cuerpos y magrean sus pechos, no temen la desnudez, temen lo que simboliza: la emancipación sin permiso, la desobediencia hecha cuerpo político que acusa con hechos lo que las estadísticas ya gritan: esos 366.000 millones de euros anuales que la violencia machista cuesta en la Unión Europea, de los que casi 300.000 corresponden directamente a la violencia ejercida contra las mujeres.
Debería escandalizarnos que haya que destinar ese dinero a defendernos de las violencias patriarcales, y más aún debe escandalizarnos que los fascistas, de nuevo o viejo cuño, quieran borrar todo ello de nuestros mapas. Pues en cada pecho desnudo hay un “basta” cifrado en millones de vidas mutiladas, en carreras laborales frenadas por el acoso, en cuerpos convertidos en contabilidad del daño, mientras los gobiernos hablan de sensibilización y se olvidan de la protección real. En cada pecho desnudo, la consigna de la verdadera decencia: “Al fascismo, ni honor ni gloria”.
En este continente donde la extrema derecha avanza con rosarios y banderas, las mujeres de Femen siguen siendo la afrenta esencial. Mujeres necesarias. Mientras existan iglesias que amparan la culpa, parlamentos que negocian los derechos reproductivos y gobiernos que miran hacia otro lado ante el avance del enemigo y de los agresores de las mujeres y de los colectivos vulnerables, sus cuerpos insurgentes seguirán siendo un acto de resistencia vital. Son la poesía que desafía las normas, la prosa que denuncia y la estadística que se niega a ser solo número: en la misma Europa donde se consolida el liderazgo femenino en estudios, empresas y administraciones, el avance reaccionario amenaza con revertir conquistas históricas y convertir la igualdad en un espejismo sin presupuesto. Femen recuerda, con cada irrupción, que los derechos no se heredan: se defienden, se gritan y, cuando hace falta, se escriben a pecho descubierto sobre la propia piel.
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