La palabra del año: golpe
Entre las tradiciones entrañables de estas fechas, además de la lotería y las cenas navideñas, está la elección de “la palabra del año”. Un pasatiempo periodístico y cultural que todos los años merece su ratito de atención y chistes, y da tema de conversación en las cenas familiares. No sé cuándo ni dónde empezó la simpática tradición, pero se hace en muchos países. En España se ocupa de ello la Fundación del Español Urgente, Fundéu, y desde 2013 las elegidas anualmente han sido escrache, selfi, refugiado, populismo, aporofobia, microplástico, emoji, confinamiento y, el año pasado, vacuna. ¿Cuál será la palabra protagonista de 2022? Tachán, tachán…
Yo apuesto por “golpe”. No por el golpe confuso de Perú, ni el golpe estrafalario que la policía alemana desmanteló hace unas semanas, sino por el golpe nuestro de cada día, el golpe que no cesa, el golpe que está todo el día en boca de políticos, columnistas, tertulianos y, a fuerza de repetirlo, también ya en la calle, y por supuesto en los grupos de WhatsApp. Reconózcanlo, ¿cuántas veces han pronunciado últimamente golpe, golpista y golpismo?
Parecía ser parte del vocabulario sobre todo de la derecha política, mediática y de bar, que lleva no este año sino ya unos cuantos acusando de golpista al gobierno “ilegitimo”, al independentismo catalán, y hasta al último alcalde de pueblo que saque un poco los pies del tiesto: un golpista. Pero los recientes acontecimientos, las maniobras de la derecha para impedir la renovación del Constitucional y el CGPJ, hasta la última jugada al límite de este jueves, han hecho que la izquierda la incorpore con naturalidad: lo del PP y sus jueces es un golpe, un golpe blando, un golpe judicial, un golpe togado, un golpe sin sables, pero golpe al fin.
El pleno de este jueves fue la apoteosis del golpismo verbal. Si hiciésemos una “nube de palabras” con las pronunciadas en el Congreso, sería la de mayor tamaño. El PSOE recordó el golpe de 1936 y el 23F, Vox acusó al gobierno de dar un “golpe institucional”, Unidas Podemos habló de “golpe silencioso”, Ciudadanos equiparó las enmiendas con el “golpe separatista” de 2017, y el PDeCat recordó que, para golpe, el que les dio a ellos el mismo Constitucional.
Por supuesto, “golpe” fue tendencia en Twitter durante una intensa y agónica mañana hasta que en el último minuto el Constitucional levantó el pie del acelerador. Y lo mismo en la calle, donde el golpe había ganado las conversaciones, con la misma polarización que en el Parlamento y los medios: si coincidías en el ascensor con el vecino de derecha te soltaba algo sobre el golpismo social-comunista que quiere cargarse la división de poderes, el Estado de Derecho y España tal como la conocemos. Si en cambio al abrir del ascensor estaba la vecina de izquierda, los golpistas eran los magistrados esos del Constitucional que estaban a punto de dar un paso sin precedentes, sin-pre-ce-den-tes, repetía con tono tertuliano.
No sé ustedes, pero a mí todavía me cuesta pronunciar “golpe” con esa facilidad que a veces parece ligereza. Estoy de acuerdo en que el intento de la derecha por conservar el poder judicial (que en este país es el poder, y punto) a toda costa es muy grave, sentaría un precedente tremendo, y amenazaría a cualquier gobierno que en el futuro intentase un programa transformador. Guardarte para ti el botón de apagado/encendido del juguete democrático, gobierne quien gobierne, para poder tumbar una y otra vez lo que legisle el parlamento o decida el gobierno, es como para que los ciudadanos hiciésemos algo más que tuitear muy fuerte o escribir artículos. Firmo de la primera a la última palabra un artículo como el de Marcos Pinheiro en este periódico. Poca broma.
Pero llamarlo golpe… No sé, tal vez soy yo, que tengo sobrevalorada la palabra, a la que siempre le añado el apellido aunque se omita: de Estado, golpe de Estado. O será que me evoca otros golpes que en el pasado incendiaron mucho más que redes sociales y tribunas parlamentarias, y no se pararon con una votación parlamentaria o un recurso judicial de último minuto. Y ya sé que hay golpes que no necesitan tanques por las calles ni disparos al techo del Congreso, y que por eso triunfan más fácilmente, porque no parecen golpes. Pero con esta, como con otras palabras mayúsculas de uso corriente en nuestra vida política y periodística, aparte de no contribuir a la agresividad verbal en que vivimos, temo que el abuso nos impida distinguir el día que llegue el golpe, el de verdad, no blando. Ya saben, tanto decir que viene el lobo, y al final te come.
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