Perdedores
Los franquistas de cuna que quedan en España -que a tenor del revuelo o el estruendoso silencio por la exhumación de Franco son más de los que parecen- andan indignados. En el 75 empezaron a perder alguno de sus privilegios: trabajos públicos por herencia, regalos de Estado, poder de cambiar el destino de otros sin necesidad de seguir unas reglas, influencia rodeada de opacidad, una posición asegurada para sus hijos y los hijos de sus hijos...
Empezaron a perder algo cuando murió el dictador, pero no tanto como para quejarse del sistema democrático y los políticos de izquierdas que tanto desdeñan: la correa de transmisión y transformación a la democracia, eso que llamamos Transición y que empezó con el borrón y antecendentes limpios que fue la Ley de Amnistía, les permitió acomodarse en un nuevo régimen que les aceptó sin preguntarles qué crímenes habían cometido o qué botines habían arramblado. Era necesario hacerlo así entonces, dicen los mayores. Siguieron con sus negocios, con sus salarios, sus puestos. España cerró lo ojos y cuando los volvió a abrir el dinosaurio seguía allí, ahora camuflado entre los muebles nuevos.
El país y sus nuevos líderes no les han pedido nunca cuentas a los franquistas, que ellos sí ajustaron en su momento: Franco rebautizó calles republicanas, colegios, cambió los libros, se purgó a los “traidores a la patria”, se hicieron juicios y se reparó a los héroes de la “Cruzada”, construyéndoles mausoleos como el Valle de los Caídos. Claro, entre las ventajas ejecutivas de una dictadura está que el líder hace lo que quiera sin tener que aprobar su ley de memoria en un parlamento, sin que se la paralicen en los tribunales, ni siquiera hace falta que se llame ley: se hace, y punto. Así se hizo.
Por contra, la democracia aún está intentado, 44 años después, sacar al dictador siguiendo unas reglas, y se encuentra en los juzgados con obstáculos, recursos y contenciosos cada vez que alguien quiere cambiar una estatua o el nombre de una calle.
Con Adolfo Suárez no era el momento. A Felipe González no le pasó por la cabeza. Aznar lo ignoró. Zapatero citó a la bestia negra de España e instauró una ley de memoria algo blanda, que ni profundizó en el patrimonio ilegal de los Franco. Rajoy lo mandó todo al banquillo con su sabida displicencia, rebajó a cero euros el presupuesto para las fosas y se fumó un puro. Pedro Sánchez, en la decimotercera legislatura, ha movido el cuerpo con todos los procesos legales y los respetos, pero ese gesto para los Franco y sus adláteres ha sido demasiado. Mantienen un ducado y la fundación con el nombre del dictador, que sería ilegal en cualquier país de la UE o con dos dedos de frente. Disfrutan de sus palacetes requisados, solares, edificios, pisos y obras de arte que un día fueron públicas o de otros. Sin embargo, quitar una estatua de su abuelo o cambiar de nombre una calle lo consideran demasiado. Será porque venían de muy alto y la caída les parece acusada. Será por orgullo o porque no han asimilado que ganaron la guerra pero son los perdedores del presente y el futuro democrático.