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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Periódicos como pistolas, palabras como balas

Francisco Marhuenda, imputado en la Operación Lezo, a su salida de la Audiencia Nacional.

Gumersindo Lafuente

En el mundo de la política española todos los que tocan o han tocado poder se han vuelto de pronto sospechosos. Este virus de la desconfianza ataca también con fuerza a las grandes empresas, sobre todo a las constructoras, que han sido por años las beneficiarias del dinero público que corría sin control por ayuntamientos, comunidades autónomas y ministerios.

Se hicieron así aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches y puertos sin barcos. Se cortaron cintas y se pusieron primeras piedras de edificios que nunca llegaron a construirse o se dejaron a medias. Se dilapidaron millones de euros. Se privatizaron cientos de empresas públicas bajo ese mantra ultraliberal nunca demostrado de que lo privado funciona mejor y es más económico.

Los políticos, financiados por los empresarios, se ocuparon también de la información. Sistemáticamente fueron amordazando a los periodistas que controlaban directamente, es decir, a los que trabajaban en las radios y televisiones públicas. La ahora llorosa Esperanza Aguirre se ocupó personalmente de que Telemadrid se convirtiese en su aparato de agitación y propaganda. También, como en otras comunidades, regó con dinero público a los medios privados afines (siempre en los repartos de publicidad institucional salían beneficiados diarios o radios con menos lectores u oyentes, frente a otros más importantes pero menos dóciles).

Y de momento no sabemos, aunque sí sospechamos, que lo mismo o más se hizo desde empresas públicas como el Canal de Isabel II, que no tenían la obligación de transparencia en sus inversiones publicitarias que sí tienen las instituciones.

Llegamos así a los periódicos, las radios, las televisiones y, cómo no, a los periodistas. Todos los que llevamos un tiempo en el oficio sabemos que hay pistoleros de las palabras. Periodistas sin ética ni complejos que llevan años poniendo una mano y amenazando con la otra. Unos más sutiles, otros más burdos. Unos por dinero, otros por supuestas exclusivas que casi siempre están contaminadas.

Y no hay mejor manera de conocer la verdadera calaña de estos personajes que oírles hablar cuando ellos creen que nadie les escucha. En su tono, en sus frases, en sus insultos se ve claramente a qué se dedican. Aunque ya era fácil adivinarlo siguiendo las intervenciones en la televisión. Con su agresividad calculada, su grosería medida, su palabrería vendida a los medidores de audiencia. En realidad, y esto hay que dejarlo claro, no son periodistas. Están prostituyendo el oficio al que dicen dedicarse.

Quizá la cercanía al trapicheo, al cobro de favores y a trabajar con mentiras es lo que les hace pensar que todos los periodistas somos como ellos. Que se nos puede comprar con dinero o con minutos de pantalla. Pero se equivocan. Lo primero que se le debe exigir a un periodista es decencia. Y es verdad que por lo visto y oído en los últimos meses hay un buen puñado de colegas con mucha visibilidad que suspenden en esa asignatura tan básica. Pero somos muchos más, muy conocidos o casi anónimos, en grandes medios o en pequeños, los que intentamos hacer bien nuestro trabajo. Unos días con más fortuna que otros, pero siempre con dignidad, compromiso y sobre todo decencia.

Y si en un momento tan delicado queremos seguir reivindicando la necesidad de nuestro trabajo, debemos denunciar con energía a los tramposos y manipuladores. Si no lo hacemos, el poder seguirá pensando que puede controlarnos y los ciudadanos dejarán definitivamente de confiar en nosotros.

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