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Pobreza y mirar para otro lado

Economistas Sin Fronteras

Juan A. Gimeno —

Los profesionales de la comunicación tienen detectados determinados temas que parecen generar un rechazo inconsciente en el público general. Cuando aparece uno de ellos en un informativo, los índices de audiencia caen de forma repentina. Me temo que el tema de la pobreza sea uno de ellos. Y confío en que usted, lector o lectora, siga leyendo aunque le avise de antemano que voy a hablar de pobreza.

Porque si nunca podemos mirar a otro lado en el tema de la pobreza, menos en esta época en la que las cifras son alarmantes y crecen de forma exponencial.

Confío en que usted no será como los políticos que nos gobiernan, que prefieren esconder los problemas en vez de enfrentarse a ellos; esos que proponen poner multas por mendicidad como si lo molesto no fuera la situación de indigencia de muchas familias, sino que se atrevan a salir a la calle. O sancionar a quienes protestan por la situación y los problemas sociales indignantes, en vez de escuchar, tomar nota y cambiar las prioridades políticas.

Adela Cortina ha propuesto el término de “aporofobia” para referirse a la actitud que subyace en muchos comportamientos sociales de repugnancia y temor a los pobres, a esas personas que no presentan el “aspecto respetable” de quienes tienen cubiertas sus necesidades básicas. Een 1996 escribía: “no marginamos al inmigrante si es rico, ni al negro que es jugador de baloncesto, ni al jubilado con patrimonio: a los que marginamos es a los pobres”.

Las informaciones, las actitudes, los estereotipos… Todas nos muestran que pobre es prácticamente como sinónimo de delincuente, de sucio, de amenaza, de vago… En el discurso neoliberal dominante parece presentarse al pobre como culpable de su situación por no ser lo suficientemente trabajador, emprendedor, osado, valiente… Con esas correlaciones implícitas, se siembra el rechazo, el deseo de expulsar, ocultar, mirar para otro lado.

Los datos que nos llegan cada poco son lo suficientemente relevantes como para que resulte difícil mirar para otro lado. (Por favor, siga leyendo: ya sé que los datos resultan molestos y que la tentación es pensar que no podemos hacer nada, especialmente si hablamos de pobreza en los países del sur. Pero siga leyendo).

Más de mil millones de personas en el mundo atrapadas en la pobreza absoluta.

100.000 personas mueren de hambre al día. Aproximadamente 70.000, mujeres o niñas.

Cada 5 segundos un niño menor de 10 años muere por falta de alimento.

Más de 1.800 millones de seres humanos no tienen acceso a agua potable.

1.000 millones carecen de vivienda estimable.

840 millones de personas malnutridas.

880 millones de personas no tienen acceso a servicios básicos de salud.

2.000 millones de personas carecen de acceso a medicamentos esenciales.

Por si la lejanía dejara frío a algunos, quisiera recordar que la pobreza y la desigualdad se extienden y crecen por toda Europa. En 2011, 120 millones de personas en toda la Unión Europea vivían en la pobreza. Y España es el segundo país de Europa en desigualdad y en desempleo. Y el primero en diferencia de renta entre lo que gana el 20% más rico respecto al más pobre. Los datos españoles son aterradores:

Doce millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza.

Tres millones de personas, el doble que hace cinco años, viven en pobreza severa (menos de 300 € al mes).

La pobreza infantil afecta a casi un tercio de la población menor de 16 años.

Estos resultados no pueden sorprendernos porque estamos sufriendo políticas fracasadas con anterioridad, tanto en Europa en los años treinta como en América Latina, el Este Asiático y África subsahariana en los finales del siglo XX. Las recetas que ya entonces imponía el FMI han llevado a décadas perdidas en los países que las han sufrido y a graves deterioros en términos de cohesión social y de distribución de la renta y la riqueza.

La ortodoxia dominante utiliza modelos económicos que se han demostrado sin base ni consistencia. Pero los teóricos del libre mercado parecen adherirse a aquello de que si los modelos y la realidad no casan, peor para la realidad.

Ante tanta evidencia en contra, la pertinaz insistencia en mantener las recetas suicidas solo puede entenderse cuando la ideología y los intereses de unos pocos se imponen por encima de todo.

El problema se sitúa así en el origen: ¿quién fija las prioridades? Estamos sometidos a políticas, medidas y opciones que vienen impuestas por instituciones como el FMI, el BCE o la propia Comisión Europea, prácticamente ajenas a cualquier control democrático. Viene a la memoria aquella afirmación de A. Sen según la cual las hambrunas no se dan en los sistemas democráticos. Quizás las preocupantes situaciones de hambre que observamos en la actualidad tengan que ver con el vaciamiento de la democracia que se viene produciendo.

No puede admitirse que decisiones fundamentales estén en manos de técnicos expertos presuntamente asépticos. La técnica no es neutral y menos en el ámbito social. El dominio de una tecnocracia ligada a los grandes intereses financieros está provocando un deterioro grave en los procesos de decisión colectiva. Quizás la primera condición para combatir la pobreza pasa por recuperar la democracia en todo su sentido. Necesitamos que las prioridades se fijen, en España y en Europa, por procesos auténticamente democráticos y que los responsables de las políticas rindan cuentas ante la ciudadanía.

Las últimas reformas además han agravado el panorama por cuanto ni conseguir un trabajo asegura ya superar la línea de la pobreza, ni el Estado garantiza el colchón mínimo de bienestar alternativo. Recuperar un nivel de Estado de bienestar socialmente aceptable y unas condiciones del mercado laboral menos injustas se convierten así en prioridades básicas para luchar contra la pobreza que se extiende en nuestra sociedad.

Además, el compromiso debe llevar a garantizar una vida digna a cualquier ciudadano por el mero hecho de serlo. Y el instrumento para ello es la denominada renta básica de ciudadanía. Sus ventajas se antojan cada vez más evidentes; su implantación, más necesaria y apremiante. Pero este tema merecerá un artículo específico en otra ocasión.

Lo que no podemos es quedarnos de brazos cruzados. Si usted puede soportar, por ejemplo, que uno de cada tres niños españoles esté en situación de pobreza, entonces quizás pueda mirar para otro lado.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor

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