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¿Podemos convertir la indignación en cambio?

Pablo Iglesias, durante la presentación de Podemos, el 17 de enero. / Europa Press

Nacho Álvarez

Durante los últimos meses las oligarquías económicas y políticas se esfuerzan por trasladar insistentemente una idea a la opinión pública: lo peor ya pasó. Así, la crisis económica ya habría tocado fondo y la crisis política –condensada en el hundimiento del bipartidismo– estaría comenzando a superarse.

La realidad sin embargo es tozuda. Mientras persistan el elevadísimo desempleo, los recortes salariales, la emigración de nuestros jóvenes y la pérdida de derechos, la inmensa mayoría de la ciudadanía seguirá viviendo en crisis. Mientras perdure “la vieja política”, el actual régimen de representación permanecerá impugnado. De hecho, las últimas encuestas siguen reflejando una enorme indignación popular: según datos de intención directa de voto, únicamente el 12,5% de los encuestados votaría al PP, el 12,9% al PSOE y el 9,9% a IU. Lo verdaderamente relevante es que el 19,4% se abstendría y el 20,8% aún no lo ha decidido o no lo sabe. Es más, la fidelidad de voto (factor por el que se pondera, entre otros, la intención directa de voto para ofrecer las estimaciones del resultado electoral que habitualmente vemos en las encuestas), arroja un hundimiento duradero y estructural: ha pasado del 70-80% para los votantes de PP y PSOE entre 2000-2009, a oscilar actualmente en torno al 45% en ambos casos.

En definitiva, la situación política sigue siendo completamente excepcional. Los electores tradicionales del bipartidismo y, particularmente, los electores de izquierdas, han dado la espalda a los partidos mayoritarios para, en buena medida, pasar a integrar ese 40% de población que carece de referente político en este momento. Las razones son de sobra conocidas: PSOE y PP han gobernado al servicio de los intereses de las oligarquías económicas y financieras, incumpliendo sus programas electorales, socializando los costes de la crisis e imponiendo con ello un sufrimiento generalizado. Y lo han hecho además en un contexto atravesado por numerosos y gravísimos casos de corrupción.

Una primera respuesta a esta crisis política ha venido de la mano de la movilización ciudadana contra los recortes sociales y la pérdida de derechos. El autismo social de los gobiernos de Zapatero y Rajoy ha evidenciado la necesidad de ir más allá de la protesta, generalizándose en los distintos movimientos la convicción de que sólo una alternativa política –un frente amplio, unitario y plural contra las medidas neoliberales– podrá desatascar la situación actual. Se ha extendido de este modo entre diversos sectores sociales el convencimiento de que la superación de la crisis pasa por la construcción de un nuevo referente político que refleje la indignación popular, catalice las aspiraciones de ruptura democrática y dispute la mayoría social.

Izquierda Unida, por su programa político y por su imbricación en las luchas sociales, estaba (y está) llamada a jugar un papel central en la articulación de dicha alternativa (que, desde luego, excede su perímetro). Sin embargo, el tiempo transcurre sin que veamos movimientos relevantes en el seno de la coalición. El paulatino ascenso en las encuestas electorales ha proporcionado a los dirigentes de IU una innegable comodidad, permitiéndoles confiar en que la supuesta pasokización del PSOE haría el trabajo por sí solo. No obstante, dicho ascenso, además de resultar limitado para disputar la mayoría social, comienza a frenarse. Es más, la posibilidad de reeditar en las futuras elecciones generales el acuerdo de gobierno actualmente vigente en Andalucía con el PSOE –en esta ocasión a escala estatal–, parece constituir la apuesta velada de parte de estos dirigentes.

Ahora bien, la política, como la naturaleza, tiende a ocupar los espacios vacíos. La izquierda social del Estado español demanda desde hace meses –en ocasiones a gritos– un vector capaz de remover la situación actual y desencadenar un proceso de refundación de la izquierda. Si la dirección de IU ha decidido dejar pasar ese tren, será necesario (e inevitable) que otras iniciativas lo intenten.

En este sentido, Podemos –la iniciativa política nucleada en torno a la figura del profesor Pablo Iglesias–, puede jugar un papel interesante. Su nacimiento no deja de ser contradictorio, desde luego. Este proyecto pretende encauzar la ola de indignación social que nació con el 15M, aunque eso no le ha impedido quebrantar uno de los principios fundacionales de dicho movimiento: el rechazo a los liderazgos individuales así como a las decisiones “cocinadas” a espaldas de quienes tienen que ser los “representados”.

A pesar de ello, entendemos que una iniciativa como esta no debe ser juzgada tanto por sus orígenes como por la dinámica que sea capaz de desplegar en un momento dado. Si la autodesignación de Pablo Iglesias como candidato a las elecciones europeas permite poner su resonancia mediática y su liderazgo social al servicio de un proyecto de cambio democrático, bienvenido sea. Al menos tres elementos permitirán decir, pasadas las elecciones europeas, que la iniciativa resultó útil para el proceso de refundación de la izquierda y para la conformación de un frente amplio contra las políticas neoliberales.

En primer lugar, si esta iniciativa logra situar en el debate político general propuestas relativamente relegadas –como la impugnación a las políticas de la Troika, la dación en pago retroactiva para evitar los desahucios, el cuestionamiento del pago de la deuda, la reforma fiscal progresiva, la reconversión ecológica del modelo productivo, o la necesidad de derogar las últimas reformas laborales para facilitar el crecimiento de los salarios– habremos dado un importante paso adelante.

En segundo lugar, Podemos –recordemos, un “movimiento de ficha” por arriba– debiera ser capaz de desencadenar un proceso de organización política por abajo (con la constitución de comités de apoyo, o colectivos similares). El 15M puso de manifiesto un cambio radical en la forma de concebir la acción política: no habrá identificación con un proyecto colectivo en ausencia de participación activa y democrática de la gente que debe conformar dicho proyecto.

Por último, en tercer lugar, Podemos debiera ser una iniciativa que contribuya a sacudir las posiciones que hasta ahora han mantenido otros actores políticos de la izquierda. Aunque su nacimiento no se presenta “en competencia” con IU –sus promotores señalan que el objetivo es movilizar a quienes, situados en la abstención o en la indefinición, carecen de un referente electoral en este momento–, su desarrollo debiera cuestionar la orientación estratégica de la coalición. En concreto, la iniciativa Podemos podría servir de punto de apoyo para que se refuercen aquellas posiciones que, dentro de IU, plantean la necesidad de avanzar hacia un verdadero proceso de refundación de la izquierda que permita articular una “Syriza española” y terminar con la subalternidad respecto al PSOE.

Estos tres elementos –programa, método y alianzas– son tan viejos como la “vieja política” con la que los promotores de Podemos pretenden acabar. Pero desconocerlos, o ignorarlos, conllevará desilusiones que pesarán sobre las fuerzas sociales, sindicales y políticas que luchan por recuperar y ampliar los derechos perdidos. Del mismo modo, este trinomio resulta plano –y en ocasiones mortecino– si no rompe con la mera aritmética de la estrategia partidaria convencional y desencadena el intangible político más valioso: la ilusión. En cualquier caso, será necesario que la capacidad de emocionar se ponga al servicio de un proyecto común (y no del ensimismamiento personal), y que además se supedite a las decisiones colectivas de quienes finalmente integren la iniciativa de Podemos. Son muchas las manos y los corazones que deben contribuir al éxito de un proyecto como este y, aún más, las que deben sumarse para la necesaria refundación de la izquierda.

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