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Políticos perversos

Pablo Casado (PP), Pablo Iglesias (Unidas Podemos), Pedro Sánchez (PSOE) y Albert Rivera (Cs), en un debate a cuatro en la sede de Atresmedia, en Madrid.

Elisa Beni

“La crueldad es el remedio del orgullo herido”

Friedrich Nietzsche

La culpa es suya. Podemos darle todas las vueltas que queramos pero es suya, sin duda. Nada de inventar nuestras fórmulas o reformas ad hoc para desbloquear un sistema que no está bloqueado. Son ellos. Tampoco debemos responsabilizarnos nosotros. No votamos mal. No estamos ante un problema insoluble cuya solución nos compete solventar en una sucesión de elecciones hasta que, por agotamiento popular, les demos lo que desean. Son los responsables. La ciudadanía no tiene muchas dudas y por eso los sitúa como la segunda mayor preocupación del país. Es patrióticamente esperpéntico que los que se dicen llamados a solucionar los problemas se conviertan en el mayor de ellos. Por eso voy a hablarles hoy de Paul-Claude Racamier y de su concepto del perverso narcisista.

El psicoanalista francés definió hace mucho tiempo ese tipo de personalidad egótica y cero empática cuyo único objetivo es la instrumentalización de otros individuos para conseguir sus fines. La elaborada descripción de Racamier ha servido a muchas personas para comprender el origen de sus relaciones tóxicas pero lo cierto es que sus teorías no se quedaron allí sino que llegaron a establecer los síntomas y los mecanismos que se ponen en marcha cuando los perversos -primero seductores, luego verdugos- campan a sus anchas en el campo de la empresa o de la política. Desgraciadamente para nosotros, cada vez son más los autores que afirman que los tiempos actuales son los tiempos del narcisismo y así aupamos, elogiamos y aplaudimos a los que, claramente, poseen estas psiques que pueden llegar a destruirnos. También como sociedad.

Según autores como Horni o Stoll los dirigentes perversos “lejos de esforzarse en aplacar o resolver los conflictos (...) buscan amplificarlos colocándose ellos mismos en el exterior del desastre relacional que desatan”. Ahora vayan pensando si esto les suena de algo. Lo malo es que estas teorías concluyen afirmando que es así como estamos llegando a una nueva forma de totalitarismo, eso que algunos llaman un totalitarismo soft, que se basa en el modo de actuar perverso narcisista y que eleva la seducción al rango de modelo relacional. Así lo importante es el relato, es decir, la seducción.

Otra de las características evidentes de este tipo de individuo político y de este tipo de liderazgo es que “los dirigentes perversos dicen siempre lo contrario de lo que hacen, enuncian eslóganes por su virtud reductora, como si fueran un encantamiento social hipnótico y lo hacen sobre todo por la legitimidad con que ello les dota a ellos mismos”. Repito que quizá sean capaces de identificar algunos de los males que todos sabemos que nos azotan porque sabemos, los ciudadanos sabemos, que todo esto no es normal. Sabemos pues que es patológico. Todos los que no estamos envueltos en ese bucle de egotismo, que no sabemos a cuántos líderes, a cuántos asesores, a cuántos gurús aqueja, sabíamos desde el día de las elecciones lo que debía pasar. Era lo que en una democracia saludable era lo normal. Nos topamos ahora con una democracia patologizada, contagiada de un mal que destilan los que intentan dirigirla.

“El perverso desfigura los problemas que pretende resolver. Esta forma de seducción y de demagogia cortocircuita el arduo trabajo del pensamiento y de la elaboración”, continúan desgranando los autores. Asistimos exactamente al resultado de ese fenómeno. Los problemas que nos plantean cada día para realizar los pactos, para llegar a acuerdos, para hacer su trabajo, para comenzar a caminar no son los problemas reales sino los que se ven bajo su prisma y los que se reelaboran en la retórica de la seducción.

Los dirigentes perversos pretenden que organizan cuando lo que están haciendo es sembrar el caos. Los dirigentes perversos nos seducen con la búsqueda de la unión cuando lo que hacen es dislocar la sociedad. Nos prometen modernizar para ocultar que lo que van es a devastar. Dicen que quieren prevenir cuando van a precipitarnos y, finalmente, llaman a la calma cuando lo que buscan es mantener la excitación. “Todo dirigente perverso ha hecho con regularidad lo contrario a lo que pretendía que iba a hacer”. No hay más preguntas.

La perversión, cuando se aplica a la política, tiene consecuencias funcionales. Lo estamos viendo en directo. Esa fricción parte también del hecho de que el sistema perverso no es capaz de delegar y busca que hasta las decisiones más nimias sean remitidas hacia arriba, hacia el líder, hacia el perverso. Y en esas andamos, en una sociedad narcisista en sí misma, la sociedad individualista, que encumbra a los que le son parejos. A esto le hemos unido lo que de primeras parece un avance pero en la práctica puede ser una trampa cuyos efectos ahora estamos comprobando y que no es otra cosa que las famosas “primarias”, la elección del líder por un proceso que puede ser comprometido por la seducción del perverso. No son pocos los teóricos norteamericanos que ya han analizado los problemas del sistema tras la llegada de Trump, otro que tal baila, al poder. Son ellos los que han reparado en que cuando los liderazgos se fraguaban en los cuartos de arriba, entre humo de puros, se producían sinergias internas que se conjuraban para impedir el paso a los individuos problemáticos, a los perversos, a los que no debían llegar.

Sea como sea, tenemos un problema. Intentamos explicarnos mediante elaboradas teorías por qué actúan como actúan. No hay tal estrategia. Es algo más grave. Estamos en manos de políticos perversos y eso solo puede precipitarnos al caos. Así que, quizá sí es en parte culpa nuestra, porque no somos capaces de desenmascararlos y de buscar personas con afán de servicio común para encarnar el poder. Nos dejamos seducir o, dicho más claro, embaucar.

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