La privacidad es un robo
“La propiedad es un robo”, escribió Joseph Proudhon. Pero en la era de la información, ¿es la privacidad un robo? Que lo es conforma uno de los lemas centrales de El Círculo, una enorme empresa que aglutina a otras del tipo Google, WhatsApp, Facebook, Twitter, Amazon y muchos servicios más con más de 1.000 millones de usuarios, y creciendo, cuyos empleados forman una enorme secta aspirante a ser universal. Y con una novedad crucial: el fin del anonimato. Aquí todo se hace con la propia identidad, nada de seudónimos, pues “los secretos son mentiras” y “todo lo que ocurre debe saberse”.
The Circle (Penguin, 2013) es una novela de Dave Eggers que está dando mucho de qué hablar en Estados Unidos. No por una cualidad literaria relativa, sino porque plantea una distopía preocupante y no tan imposible ni lejana. Esta vez no es el Gobierno, el Estado, el que vigila, como ocurriera en 1984 de George Orwell, o ahora con la NSA, y los diversos servicios de inteligencia, pues todos se dedican a esto aunque con menos medios que la National Security Agency. El Círculo es una empresa privada, que sigue sacando sus mayores ingresos de la publicidad en sus servicios.
Ya no se debe esconder nada. Uno de los últimos desarrollos del enorme conglomerado son unas nuevas minicámaras de alta calidad fácilmente instalables y transportables que se diseminan por el mundo entero para hacerlo “transparente”. Pues de eso se trata, de que todo el mundo sea transparente todo el tiempo. Y los primeros que se “hacen transparentes” son políticos que empiezan a emitir su vida en directo 24/24, renunciando a conversaciones o reuniones ocultas. El que no lo hace, se hunde. La única excepción son los momentos íntimos en el cuarto de baño –que se convierten en esenciales para conversaciones privadas–. El último paso consiste en obligar a todo el mundo a abrirse una cuenta en El Círculo para registrarse como votante y votar constantemente.
No desvelaremos la trama. Pero hacia el final se plantea, por algún resistente, una Declaración de Derechos en la Era Digital, uno de cuyos principales elementos es el derecho al anonimato, el derecho a desaparecer.
Es una nueva forma de pesadilla totalitaria, y hacia ella avanzamos. El anonimato se va alejando, con las tabletas, con la interconexión de nuestras redes sociales, con nuestros móviles, y con la vigilancia. Cada vez estamos más vigilados, por empresas privadas y por Estados. Y el poco anonimato que queda nos lo roban la NSA y otros.
Los que vigilan saben que los seres humanos somos muchos –7.190 millones–, pero somos finitos, discretos. Las máquinas, los programas, nos pueden contar y seguir y buscar uno por uno. Esta es la base de la lucha moderna contra el terrorismo: uno a uno. Es decir, todos.
En cuanto a los Estados, de quién es la culpa de lo que está ocurriendo: ¿del Estado que espía o del que se deja espiar? Ya lo ha dicho Obama: “Que se pueda hacer algo no significa que se tenga que hacer”. Pero lo hacen. La tentación del martillo ante el clavo es casi irrefrenable para un servicio como la NSA, o cualquier servicio de inteligencia, como se está demostrando. Con la paradoja de que desde Occidente es más fácil espiar a los ciudadanos occidentales, en una sociedad más abierta, que a los chinos o rusos.
Ya no se trata solo de lo que no hay que hacer entre Gobiernos amigos y aliados (aunque aún competidores en muchos terrenos), sino de exigir a cada Gobierno que proteja de depredadores extranjeros y propios el derecho a la intimidad y a la confidencialidad de la información de cada ciudadano. Para empezar porque, como señala Alan Rusbridger, el director de The Guardian, diario que empezó a publicar las filtraciones de Snowden, “la tecnología que tanto excita a los espías [que les otorga un ojo que todo lo ve sobre miles de millones de vidas] es también una tecnología que es virtualmente imposible de controlar o contener”. Con Snowden, se les ha vuelto en contra.
Aunque aquí no hablamos solo de Gobiernos, sino también de empresas privadas, que tanto colaboran en robarnos la privacidad. Si bien, por comodidad, los usuarios, ya no ciudadanos, contribuimos mucho a ello. No hay monopolio legítimo del espionaje, por parafrasear a Max Weber. Y como para mostrar su poder, Google, Facebook y otros gigantes de EE UU –a los que, pese a su colaboración, la NSA les roba mucha información– han logrado una victoria importante frente a los esfuerzos de la UE por restringir el compartir datos de consumidores, al convencer a Merkel y a otros de aplazar al menos un año la introducción de nuevas y más restrictivas reglas para proteger la privacidad. El círculo se está cerrando.