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Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

Edward Snowden y Julian Assange son los únicos buenos en la historia del espionaje informático

Obama al teléfono.

Carlos Elordi

Las revelaciones sobre hasta dónde ha llegado el espionaje informático norteamericano no han provocado reacciones significativas de los creadores de opinión más críticos con el sistema ni tampoco un mayor impacto en la opinión pública. Ni en España ni en ningún otro país europeo. Eso seguramente se debe a tres tipos de motivos: uno, que los problemas económicos, sociales y políticos de cada país concentran la atención y no dejan mucho espacio a otro tipo de reflexiones; dos, que no está ni mucho menos claro que los Estados Unidos sean los únicos malos de la película y que existe la sospecha muy difundida de que los Gobiernos europeos que hoy protestan indignados les han dejado actuar libremente en este terreno, y no de ahora sino desde hace mucho tiempo, si es que no han colaborado con ellos; tres, que parece bastante evidente que una vez que pase la tormenta, y eso no tardará mucho, nada habrá cambiado en la relación de dependencia casi absoluta que Europa tiene con respecto a Estados Unidos en materia de seguridad y de espionaje, por no hablar de todo lo que tiene que ver con internet.

Esas tres sensaciones, o convicciones, no animan precisamente a la movilización de las ideas. El ignominioso universo que las revelaciones de Julian Assange y, sobre todo, de Edward Snowden han colocado ante los ojos de los ciudadanos corrientes de todo el mundo aparece como una realidad inconmovible. Porque en ella participan todos los grandes poderes del mundo, y, a la cabeza de ellos, los económicos; porque su situación actual es el resultado de un proceso largo y, por tanto, muy consolidado, en el que la ideología más fanáticamente imperialista y reaccionaria se conjuga con los intereses comerciales más despiadados: y porque no se atisba fuerza potencial existente alguna que pueda siquiera mínimamente alterar sus designios.

En una serie televisiva que hace poco emitió La 2 de Televisión Española –para sorpresa de propios y extraños, porque contradecía abiertamente las normas oficiales de la casa–, Oliver Stone hacía un inteligente repaso de las principales decisiones de la política exterior norteamericana en los últimos 70 años, desde finales de la II Guerra Mundial. En clave antiestablishment y más bien de lo que, al menos hasta hace poco, se entendía por planteamientos de izquierda. Y de manera contundente, sin concesiones a neutralidad alguna, en esos capítulos aparecía claramente la otra historia, la de cómo por detrás de las declaraciones grandilocuentes sobre la bondad del modelo norteamericano y de su función de salvar al mundo, desde Washington se ha ido construyendo, en las últimas siete décadas, un imperio militar, de los servicios secretos y de las multinacionales norteamericanas, al servicio de la oligarquía que controla los Estados Unidos, y del que participan los representantes de esos tres poderes, conjugados con sus exponentes políticos y, salvo en momentos excepcionales, influidos todos ellos por la ideología más reaccionaria, “de la ultraderecha”, dice Stone. Engaños, mentiras, sobornos, corrupción, atentados contra los derechos de los pueblos y fanatismo imperialista, cuando no religioso, son los ingredientes de esa crónica.

El extraordinario poder de los servicios secretos norteamericanos y su desprecio a cualquier soberanía, que hoy conocemos gracias a Assange y a Snowden, es el resultado de ese proceso. Que la lucha contra el terrorismo islámico –que en buena medida es un resultado de la política exterior norteamericana misma– y el extraordinario desarrollo de las tecnologías informáticas y de las telecomunicaciones han multiplicado uno y otro desde 2011.

Los políticos europeos –de derechas y socialdemócratas, salvo excepciones como las de De Gaulle, por los conservadores y, algo menos, Mitterrand, por la izquierda– se han venido plegando desde siempre a esos designios. La inicial oposición de algunos Gobiernos a la invasión de Irak se convirtió más adelante en una sumisión absoluta de todas las capitales europeas a los dictados de Bush y de la Agencia Nacional de Seguridad Norteamericana en materia de “seguridad antiterrorista”. Barack Obama se plegó sin rechistar a esos designios. De la misma manera que desde el momento mismo en que llegó al poder en enero de 2009 se plegó a la lógica del gran capital financiero norteamericano, a Wall Street, aunque solo fuera porque éste había financiado su campaña electoral. Es muy probable que la actuación de la NSA haya excedido las órdenes del presidente en materia de espionaje. Pero lo sustancial de ella ha gozado y sigue gozando de su pleno apoyo. Entre otras cosas, porque la creación, el desarrollo y el mantenimiento del formidable aparato necesario para llevarla a cabo no sólo era una inagotable fuente de beneficios para las empresas privadas norteamericanas, sino porque esa penetración de los servicios de seguridad hasta el último rincón del mundo caminaba al mismo paso, y no sin coordinación, que el aumento del dominio de los gigantes estadounidenses de internet en todo el planeta. (Por cierto, que ese dominio se ejerce con la aquiescencia pasiva y nada crítica de los usuarios, sea cual sea su ideología).

Europa, y los servicios secretos europeos, ha convivido muy a gusto con esa superinfluencia norteamericana desde hace muchas décadas y particularmente en la última. Porque les resolvía muchos problemas y también porque eso daba dinero, sobre todo a los que estaban en el ajo. Es muy probable que tenga mucho de cierto la denuncia que acaba de hacer el director de la NSA en el sentido de que eran los servicios secretos franceses y españoles los que corrían a cargo de las tareas de espionaje informático y que su agencia les ayudaba.

De ahí, y de todo lo anterior, que sea impensable un enfrentamiento serio entre los Gobiernos de nuestro continente y Washington por las revelaciones de estos días: hasta está por ver que el Parlamento alemán cree una comisión de investigación con atribuciones para ir al fondo del asunto, porque eso podría poner en cuestión el Gobierno de coalición que se está fraguando, y lo más probable, dicen los medios germanos, es que la iniciativa quede muy aguada. Por mucho que le hayan intervenido el teléfono a Angela Merkel. En esta historia, los únicos buenos son Assange, Snowden y los demás que, jugándose su presente y su futuro, han contribuido a que todo el mundo sepa.

Sobre este blog

Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

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