El procés y la rabia
El presidente del tribunal del juicio del procés, Manuel Marchena, no quiere enfrentarse a las defensas pero cada día le cuesta más. Cuando en la tarde del miércoles el abogado Jordi Pina preguntó al agente de la Guardia Civil que analizó los correos electrónicos que se intervinieron a Jordi Sànchez si en alguno de ellos su cliente incitaba a ejercer la violencia, Marchena interrumpió la cuestión por considerarla improcedente. “¡No, no, no!”, se quejó el letrado, enfadado. “¡Claro que sí, sí, sí…!”, le replicó el magistrado con ese tono que emplean las madres cuando advierten a los hijos de que hay que irse a la cama porque es la hora y ya no hay “ni consola ni consolo” que valga. Es un ejemplo de que la crispación está empezando a invadirlo todo, también en el Supremo.
El enojo de las defensas con los siete jueces que tienen la difícil labor de encajar el proceso independentista catalán en el Código Penal que han redactado los políticos se debe, entre otros motivos, a que no permiten exhibir durante las declaraciones de los testigos los vídeos que refutarían su versión sobre las actuaciones policiales en las que participaron. Como en todos los juicios, su reproducción tendrá lugar tras escuchar a los testigos y los peritos, cuando llegue el turno de la práctica de la prueba documental.
Finiquitada la sexta semana de sesiones, los automatismos en el juicio han llegado a tal punto que el pertinaz letrado de Oriol Junqueras, Andreu Van den Eynde, solicita el visionado de las grabaciones y la protesta por no conseguir su objetivo prácticamente de carrerilla porque sabe que, si se demora un poco, le volverá a caer otra bronca de Marchena. “Vamos a hacer como si eso no lo hubiera dicho usted”, le llegó a decir el juez, condescendiente, cuando el defensor insistió por quinta vez en su petición nunca atendida. La abogada de Jordi Cuixart, Marina Roig, cree que esta decisión provoca “indefensión” a los acusados y cuando lo hace saber el presidente del tribunal, que controla el juicio al milímetro y se revuelve en su sillón mientras musita un “vamos a ver” cada vez que alguien se sale del guion establecido en su cabeza, tira de la frase hecha que utiliza sin piedad cada vez que quiere hacer notar que alguno de los presentes flojea en Derecho procesal: “Usted es una estupenda jurista y sabe que eso que pide no es posible”.
Con la declaración de los miembros de la Guardia Civil que trataron de impedir el referéndum, algunos de los cuales compartieron equipo con los agentes que están imputados por los porrazos que soltaron el 1 de octubre, la rabia que domina la vida política catalana y española se ha colado en el salón de plenos del Supremo, en el que se ha puesto de manifiesto que las heridas que dejó el procés siguen abiertas y tardarán mucho tiempo en suturar.
Lo explicó, muy sentido en el tono, un sargento primero que acudió a un centro educativo de Sant Andreu de la Barca y que denunció a los profesores de su hijo por organizar un acto de protesta de los alumnos contra la actuación policial en la que él mismo había participado. “Nunca por hacer mi trabajo me habían escupido. No sé por qué ese día personas del pueblo se comportaron como delincuentes. Allí se cometieron muchos delitos”, se quejó. También se lamentó una cabo que intervino en un colegio de Sant Martí de Sesgeuioles, a la que le sorprendió cómo el 1 de octubre, en apenas unas horas, “se perdió la vergüenza y el sentido del respeto y de la autoridad”.
Sus testimonios, que podrán ser refutados por los ciudadanos que se concentraron en los colegios electorales y por los vídeos que se grabaron a todas horas y en todas partes, desprenden rabia, pena o las dos cosas. La misma rabia que muestra Jordi Sànchez cuando, frenético, golpea el brazo de su abogado para pasarle un papel con el que contestar a las imputaciones de la Guardia Civil, que le coloca 32 correos electrónicos incriminatorios a pesar de que no escribió ninguno y todos aparecieron en la bandeja de entrada de su cuenta con nombres de remitentes que no han sido identificados.
La rauxa, versión catalana de la rabia, también se le escapa a Carme Forcadell cuando un agente de la Guardia Civil le acusa de arengar a los manifestantes que el 20 de septiembre protagonizaron una concentración frente a la Consejería de Acción Exterior, que pasó prácticamente inadvertida en su momento y ahora en el juicio se ha convertido, según el relato del testigo, en “un capítulo de terror total”. Es lo que se puede adivinar en los ojos de los acusados cuando escuchan a los testigos decir que lo que vivieron en Catalunya es peor que la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado o “se asemeja bastante al conflicto vasco”, para reconocer a continuación que en los episodios de “violencia inusitada” a los que sobrevivieron no se produjeron detenciones ni heridos, ni siquiera daños en los vehículos que conducían.
Esa rabia de los dirigentes independentistas pero también de la gente normal, del agente de la Guardia Civil que intentó obedecer las órdenes de sus superiores y del vecino que acudió a su colegio electoral el 1 de octubre porque creía que se merecía votar aunque fuera al margen de la ley, refleja el gran fracaso de la política. De los políticos irresponsables con nombres y apellidos, de los que se empeñaron en mantener un referéndum ilegal que sabían que iba a provocar enfrentamientos y de los que fiaron su palabra a impedir que se celebrara cuando eran conscientes de que con los medios policiales que habían destinado, esa era una tarea totalmente imposible. Contra ellos habría que dirigir la rabia.