Proceso saprófito
No se les puede negar a los pergeñadores del llamado proceso de desconexión una visión política clara, un análisis del momento oportuno y un conocimiento preciso y utilitario de la nueva sociedad alumbrada por el fortalecimiento de las redes sociales y su utilidad al márketing político y el moldeado de las opiniones públicas. No voy a hacerlo.
Todo lo que está sucediendo resulta surrealista a los ojos estupefactos de los que no sepan ver esos parámetros y analizarlos con tan buena fortuna como ellos. El procès es una realidad saprófita, creada para nutrirse y crecer con la putrefacción de las estructuras de la democracia española. Está diseñado para triunfar si el putrílago en el que la clase política, y por encima de todos el Partido Popular, ha convertido a España se convierte en una arena movediza sobre la que no sea posible armar una defensa real y ajustada de la norma marco de convivencia que está siendo atropellada de forma unilateral bajo la apariencia de una alegre, juvenil y desenfadada desobediencia civil, siendo como es una ruptura manifiesta e institucional de la legalidad.
Lo difícil es apartar la materia en descomposición. Esa que se ha ido macerando sobre todo en los últimos años con la falta de respeto a las instituciones y la absoluta falta de respeto a las reglas democráticas de responsabilidad política. Comenzamos chapoteando en un lodazal de corrupción que se ha ido pudriendo a la vista de las burlas que el propio presidente del Gobierno ha hecho al Parlamento y a los tribunales para obviar, con métodos increíbles, la certeza de que nada de lo corrompido se hubiera hecho sin el consentimiento tácito del partido que preside y de sus dirigentes. Repetían como loros: la corrupción está amortizada. ¡Como si la gangrena y la mierda y los líquidos pestilentes que rebosa se pudieran barrer debajo de las alfombras! Ahora les vuelven a correr implacables bajo las narices, les chorrean por encima, al comprobar que toda la defensa efectiva y legal de la Constitución común chapotea sobre un pueblo soberano que ya no cree que el Tribunal Constitucional sea un árbitro de la ley magna sino un súbdito del Gobierno, que ya pone en duda no sólo algunas actuaciones judiciales sino la esencia de la independencia judicial que es la base del Estado de Derecho.
Cuando la porquería rebosó con los nombramientos de fiscales para hacer los trabajos oportunos, cuando fueron reprobados por un Parlamento democrático, se encogieron de hombros y se taparon la nariz; y ahora la peste de la podredumbre se vuelve contra ellos y toda instrucción de la Fiscalía es interpretada como una orden del Gobierno represor que manipula el proceso como desea para sus fines. Es lo malo de sobar y prostituir los principios que luego están gangrenados y purulentos y se han vuelto a los ojos de la gente una ponzoña que permite a los que sí han captado la realidad manipular el asco a su antojo.
Al fondo tóxico general en el que nos sumieron, le añadieron una salsa especiada para aliñar la confrontación patriótica con Cataluña que les daba votos en las mesetas. Recogieron firmas, como aguerridos antisistema, contra un Estatut aprobado, ese sí, por un Parlament con total licitud democrática. Lo llevaron a ese Tribunal Constitucional, que ahora es su bastión, y colocaron en sus puestos a aquellos que sabían que les harían el trabajo tal y como deseaban. Para mayor agravio se encogieron de espaldas cuando otras comunidades aprobaron normas similares. Su batalla estaba dónde estaba. Provocaron y utilizaron las resoluciones judiciales del Tribunal Superior de Cataluña como verdaderos arietes contra la enseñanza y el uso del catalán, siguiendo ese falto aserto que tanto daño nos ha hecho de que controlando la educación se controla a los futuros votantes.
Se negaron a aceptar que había un problema político, como se negaron a asumir que la situación de putrefacción de su partido era y es insostenible. Aún más, estigmatizaron a los que pensaban y pensamos que sólo el diálogo y la apertura a nuevas soluciones puede lleva a superar un problema que el desarrollo de las autonomías sólo complicó un poco más. Reprimieron sobre cuestiones tan baladíes y tan ideológicas que ahora cualquier acción que se emprende en defensa necesaria de la legalidad puede ser tachada de lesiva para los derechos y libertades.
Nos hundieron en la mierda y ahora se quejan del hedor y de la proliferación indeseada de organismos saprófitos que se alimentan de ella.
Los soberanistas catalanes saben todo eso. Saben que Rajoy teme usar los instrumentos expresamente creados para subvenir a la solución de este anunciado problema porque teme, con razón, que su actuación permitiría victimizarse a los que sólo desean presentarse ante el mundo como víctimas de la represión. El mundo. No lo olviden porque ahí reside la baza más importante.
Saben también que la propia izquierda está dividida y que, compartiendo la necesidad absoluta de usar sólo la ley pero sobre todo con el diálogo y las reformas constitucionales precisas, se provocan disensiones también sobre la excepcionalidad y proporcionalidad de cualquier medida que se tome. Algo que se intensifica por el tancredismo de Rajoy que ha preferido dejar en manos de otro poder lo que el Gobierno no puede obviar. Derecho penal para frenar una revolución revestida de leyes, de manos blancas y de sonrisas. Ahí reside la principal carga de profundidad del tal proceso. El Código Penal no se diseñó para eso y aunque sea lícito utilizarlo, si sale sólo en la fotografía internacional saldrá seguro poco favorecido.
Tampoco ha sido capaz el presidente del Gobierno de involucrar de forma efectiva, y no consultiva o en la sombra, al resto de las fuerzas políticas en el empeño por salvar tan grave crisis de la legalidad sobre la que se asientan nuestras vidas. No sólo no se le ha ocurrido, sino que el caldo de descomposición en el que chapotean nuestra vida política tampoco lo hubiera permitido.
Soy sincera, a mi ni siquiera me parece tan grave que España tenga tres o seis provincias menos. Lo que no deja de tenerme en vilo es el hecho de que la forma en la que se plantea la cuestión pone tan en cuestión nuestro sistema y nuestras normas que, si no son capaces de gestionarlo y parar el golpe de una forma limpia, eficiente, transparente y sin ninguna duda de legitimidad jurídica, entonces todos habremos perdido pie. Si España no es capaz de dar una solución de una prístina calidad democrática a este reto, el sistema estará en un punto de disgregación que nos abocará a consecuencias imprevisibles y a tiempos de zozobra como muchos no han conocido. Y, creéanme, vivir en Twitter o en Facebook sin Estado de Derecho, con la desobediencia a las normas como himno revolucionario y con la negación permanente de la democracia, es muy fácil, pero vivir así en la vida real es un infierno.