Punto de encuentro ('meeting point')
La cuestión catalana viene de lejos y parece que todavía tiene un largo e incierto recorrido. Muchos catalanistas abordan el conflicto como una agravio histórico que tiene su origen en una Guerra de Secesión entre dos dinastías regias, lo que, en mi opinión, nada tiene que ver con la realidad que estamos viviendo. Convendría reducir los tiempos históricos y acercarnos un poco más al inmediato pasado. Algunos políticos y comentaristas de otro signo afrontan el dilema político atribuyéndolo a la insumisión de los catalanes al texto constitucional, agravada por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la modificación del Estatut. Ignorar los antecedentes políticos más recientes, sería como tratar las patologías con fármacos caducados. Nos lleva inevitablemente al fracaso de la terapia.
Creo que un mínimo de sentido común político debería llevar a los responsables de afrontar la crisis a tiempos no tan lejanos como el siglo XVIII. Repasen el Pacto de San Sebastián de 17 agosto 1930 en el que se plasma el acuerdo de todas las fuerzas políticas democráticas, que hoy estarían integradas en el arco parlamentario (salvo los integristas españolistas irredentos) para salir del marasmo institucional. Era necesario sustituir la monarquía tradicional por una República democrática, moderna e ilustrada.
Firmado el Pacto se añade un párrafo que reproduzco textualmente por su innegable actualidad: “El problema referente a Catalunya, que es el que más dificultades podría ofrecer para llegar a un acuerdo unánime” tiene que ser reconocido y abordado. La solución que se apuntaba era la redacción de un Estatuto o Constitución autónoma, propuesta por el pueblo de Cataluña, ratificada en referéndum y sometido luego a la aprobación de las Cortes Constituyentes.
La Constitución de 1978 no es un obelisco pétreo e inmodificable. Tiene unos valores superiores que pueden dar salida a una perentoria e inexcusable modificación del texto original. Concurren razones políticas que no se pueden ignorar y necesidades del presente que es necesario solucionar, si no queremos transmitir, de generación en generación, la tensión inacabada entre Cataluña y lo que los politólogos denominan el resto del Estado.
El Reino Unido ha sabido solucionar el conflicto endémico con Escocia, ofreciendo un punto de encuentro. El referéndum estuvo precedido de un debate abierto y sereno, aunque tengo la sensación de que en el último momento, ante el auge del sí, los líderes británicos perdieron el sosiego ofreciendo, in extremis, competencias políticas y económicas que siempre habían negado.
En España el proceso para dar salida a un debate que tiene orígenes históricos y que ha sido agravado por la represión lingüística de los cuarenta años de dictadura, pasa por la metáfora de un choque de trenes. El Gobierno central y quienes le apoyan esgrimen la Constitución de forma ruda y sin matices. Algunos pensamos que existen alternativas a la sagrada unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. El texto constitucional reconoce la existencia de nacionalidades, es decir naciones, y regiones que la integran.
¿Es posible la subsistencia de la nación española si una parte de su territorio se excluye de su ámbito territorial y político? A primera vista no veo ningún problema teórico pero existen obstáculos ancestrales que inevitablemente nos llevan al conflicto. Dentro del inexistente marco formal constitucional del Reino Unido, el lazo de unión que lo vertebra y le da identidad política internacional es el unionismo. Donde más dramáticamente se ha puesto de relieve la tensión entre el unionismo y la independencia ha sido en el Ulster. El referéndum escocés se ha celebrado al margen de cualquier confrontación violenta. El sí, no habría acabado con el Reino Unido sino que hubiera reducido su ámbito territorial.
¿Se puede trasplantar el referéndum a nuestro país? A fuer de ser sinceros, tenemos que reconocer que lamentablemente esta posibilidad no existe, dialéctica y sentimentalmente, porque el concepto de unidad se ha alcanzado no por la vía de la asociación y el consenso, sino por la fuerza de las armas. El último levantamiento militar que da lugar a la Guerra Civil escenifica de manera trágica cuál ha sido la soldadura de los pueblos de España.
Como puede decirse que se rompe España cuando no tenemos un concepto, unánimemente asumido, de lo que significa la nación española. La unidad se ha forjado desde arriba y por la fuerza, no por la asunción mayoritaria de una serie de valores comunes que nunca han sido parte integrante de la esencia del ser español. La España que, como decía Antonio Machado, ha de helarte el corazón, siempre ha rechazado la democracia como fórmula de convivencia permanente.
La situación que estamos viviendo nos lleva inevitablemente a un punto sin retorno cuando se convoque el referéndum. Existen soluciones si acudimos al espíritu de la Constitución y somos coherentes con recientes decisiones que nos han afectado sustancialmente.
Se pudo reformar, en horas veinticuatro, como diría Lope de Vega, el artículo 135 de la Constitución, arrancando parte de la soberanía, de la que es titular el pueblo español, para entregársela a organismos supranacionales, sin control democrático.
Es perfectamente factible y no contradictorio con su texto poner en marcha una iniciativa legislativa que permitiese sentar las bases para que los ciudadanos de Cataluña, que son copartícipes en esa soberanía que se residencia en el pueblo español, puedan votar. Si triunfa el sí, se habrá cedido una parte de la soberanía nacional, del mismo modo que se hizo al modificar el artículo 135 de la Constitución. ¿Por qué no se respetó la soberanía del pueblo español y se sometió el acuerdo parlamentario a un referéndum ratificativo? Alegar que no lo solicitó el 10% de cualquiera de las Cámaras legislativas me parece un cínico ejercicio de leguleyismo.
Los representantes políticos del pueblo catalán, los ciudadanos de la nación española y el Gobierno tienen la ineludible e histórica responsabilidad de buscar un punto de encuentro, donde el diálogo sea posible, se busquen salidas y se proponga permanecer hasta buscar el consenso. Que no nos hagan trampas con la Constitución. Los obstáculos son los de toda la vida: la intransigencia, la intolerancia con la disidencia y el permanente desprecio histórico a la búsqueda y al reconocimiento de la verdadera e indiscutible existencia del problema catalán.
El punto de encuentro es un lugar en el que se disipa el desasosiego y la incertidumbre de los desorientados. En él, se coincide con los desconocidos, se acortan las distancias, se abraza a los amigos y se dialoga con los extraños. Así lo entendió el Reino Unido y lo vivieron los escoceses. Creo que nadie duda que la política alternativa del choque de trenes desemboca en una catástrofe sin paliativos. Antes de que se produzca, quizá conviene pensar en cambiar a los maquinistas y buscar otras vías que eviten la colisión.