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El rey, en el reino de sus espejos

El rey emérito Juan Carlos de España, en una imagen de archivo. EFE/Mario Ruiz
17 de mayo de 2022 23:01 h

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Lo verdaderamente asombroso es la capacidad española de sorprenderse ante las evidencias largamente observadas. Resulta que lo que veíamos era cierto. Una auténtica banda de corruptos opera en este país, usa en su provecho al común de los ciudadanos, sus instituciones, su prensa y todo cuanto pueda servir a sus fines. Y cada vez que volvemos a constatarlo se produce el mismo sobresalto. España parece un país corrupto, podrido incluso, y lo es. Y lo más prodigioso: pasan los años y lo sigue siendo. Es la tradición que mejor se conserva.

Los audios del comisario Villarejo, procesado por corrupción policial, con altos cargos del PP, son demoledores pero conocíamos su contenido y sus consecuencias. El PP utilizó las malas artes de este personaje para sus corruptelas y corrupciones, para taparlas y para ensuciar a sus oponentes. Todo lo sabíamos ya. Tenía razón el comisario Morocho, el principal investigador de la Gürtel a quien el PP en el Gobierno hizo la vida imposible. Y tantos otros: desde que llegó Rajoy comenzó a destituir a las cúpulas policiales que investigaban casos clave para el PP. En 2012 fueron relevados 10 de los 13 mandos. Y aún hubo otras depuraciones después. Se ha acreditado que montó unas cloacas con dinero y servicios públicos, cuyos entresijos podemos ya oír –eso sí- de viva voz de sus protagonistas distinguidos. Borró los discos duros del tesorero Luis Bárcenas. Y no pasó nada. Se niega a renovar el Poder Judicial y sigue sin pasarle factura. Todo lo contrario: cada vez se muestran más seguros y arrogantes. Su público les comprende, aunque no sea lo que mejor casa en democracia.

Ahí tienen a Esperanza Aguirre la genuina creadora del Régimen de Madrid, S.A. pidiendo y a lo que se vio consiguiendo que le borren denuncias, prolongada en una Ayuso que lleva trazas de superarla. Y ahí continúan todos tan campantes. Con sus jueces, su prensa, y ese aparato infecto que opera en España con la colaboración de la sociedad más olvidadiza del mundo. Ayudada por una laxitud moral que espanta.

El PP es un problema estructural de envergadura para España, agravado ahora por el esqueje ultra que le brotó. Se preguntan a la luz de las escuchas de la libretita de Villarejo qué contiene la libretita de Feijóo. Pues está claro que en la primera línea viene activar la omertá contra Pablo Casado por salirse del guion y denunciar los contratos del hermano de Ayuso. Más claro no puede estar. Rotulado en primorosa caligrafía. Por cierto, ella, la presidenta de Madrid, dice que el tema quedará judicialmente en nada. La experiencia ayuda a prever el futuro.

Es necesario insistir en que todo esto no hubiera sucedido, si el PP, para empezar, fuese un partido político y no el tipo de organización que ha demostrado ser. Si la prensa cumpliera mayoritariamente su papel. Porque con un periodismo real hubieran sido imposibles los niveles de corrupción que registra España. Y si la justicia funcionase como debe en todos los casos y contingencias. A ver, que en esta Europa que tampoco es lo que era o pudo ser, los varapalos que sufre la justicia española son de récord. No rige en otros países su concepción de delitos para extraditar a políticos o cantantes, y hasta recriminan los privilegios que España otorga a los bancos –esto muy sutilmente-. El Consejo de Europa, que vela bastante más explícitamente por la democracia en la UE, se opone a la sacralización de la Corona española que, además de su inviolabilidad o impunidad, castiga lo que aquí llaman injurias al Rey. Incluso insta a acotar el delito de enaltecimiento del terrorismo, que fue otra cuña metida por Rajoy en el Código Penal, y que sirve de coladero para represiones que no tienen que ver con actividades terroristas. El gobierno español, en cambio, ha enviado a una condena a muerte en su país a un militar argelino, cediendo a la extradición solicitada.

¿Y por qué ahora? Se preguntan muchos. Más vale tarde que nunca pero las conversaciones que airean la putrefacción del PP coinciden con la llegada del rey emérito, cabeza y argamasa de esta peculiar España, después de pasar dos años en Abu Dabi, no recordamos bien por qué. Escriben que regresa porque “se han ido aclarando los problemas” que tenía Juan Carlos de Borbón. Los de España no, cada vez son más oscuros. Es que la Fiscalía ha archivado las investigaciones sobre el rey Juan Carlos y “le ha librado de un proceso penal”, concluyen con precisión. Textual. Se han librado ya tantos que cómo no iba a hacerlo la cabeza máxima durante décadas. El rey regresa a su reino.

Juan Carlos I fue forzado a abdicar en 2014 tras las consecuencias de su escandaloso viaje de caza a Botsuana en 2012, en el que se rompió la cadera y la falsa imagen de su prestigio. En marzo de 2020, coincidiendo con el inicio de la pandemia y las restricciones para controlarla, se destapa más el caso de sus finanzas. Periódicos internacionales publican las investigaciones de la justicia suiza. El regalo saudí de 100 millones de dólares alojados en el paraíso fiscal de Bahamas, de los que transfirió 65 millones de euros a su examante Corinna Larsen. La fiscalía suiza sospechaba que estos movimientos tenían relación con las obras del AVE a La Meca, un contrato de 6.300 millones de euros que firmaron varias empresas españolas. Ni una sola portada de prensa escrita lo contó al día siguiente de saberse, el 5 de marzo. «Para los que se pierden con las grandes cantidades: 65 millones de euros equivalen a más de tres siglos del sueldo oficial del rey. Y para sumar cien millones, a Juan Carlos I le haría falta más de medio milenio de salario real», escribía Ignacio Escolar, director de elDiario.es. La prensa internacional se hacía eco del escándalo. Le Monde titulaba por ejemplo: «La fortuna secreta de Juan Carlos hace temblar la monarquía española».  Pensaba en lógica, no en español de España.

Y resultó que Felipe VI también era beneficiario de esa cuenta, según publicó el diario inglés The Telegraph. Lo sabía desde un año atrás. Pero fue entonces cuando nos comunicó que renunciaba a su posible herencia –salvo la Corona- y le suprimía a su padre la asignación económica. Entre aplausos de la prensa cortesana.

Juan Carlos traslada su residencia a Abu Dabi en agosto de 2020. En  carta a su hijo, como si fuera un asunto de familia y no la jefatura de un estado de derecho del siglo XXI, le dijo a Felipe VI que se iba “por voluntad propia”. Sin la menor autocrítica, ensalzándose a sí mismo y sin asumir responsabilidades. “Con el mismo afán de servicio a España que inspiró mi reinado y ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada, deseo manifestarte mi más absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad. Mi legado, y mi propia dignidad como persona, así me lo exigen”.

No se ha podido probar, ni en Suiza, delitos en los hechos ciertos, en la abultada fortuna de un Juan Carlos de Borbón que llegó a España con los bolsillos vacíos. Prescripciones y la ominosa inviolabilidad real le han servido de cobertura. La Fiscalía española se apresuró también a retirar las investigaciones. Tras regularizar Juan Carlos alguna entrega de impuestos a Hacienda, ya están todos contentos. Entusiasmados con el regreso, reproduciendo las adulaciones, reverencias, murmuraciones a medio contar, impropias en un caso como este y desde luego en un país europeo de este siglo. Aunque también hay protestas indignadas, la corte oficiosa no cabe en sí de gozo ante este retorno de Juan Carlos de Borbón a unas regatas en Sanxenxo y a visitar a su hijo en La Zarzuela. A su reino. El que formó a su medida.

Las leyendas artúricas hablaban del parecido de los reyes con sus reinos, para bien y para mal. O viceversa podría ser. Amadeo I se fue de España apenas cumplidos dos años de reinado (1871/1873), tras ser llamado y votado en Cortes para el puesto en sustitución de los Borbones. No se quedó ni para dejar en España su dinastía: los Saboya-Aosta italianos.

Un golpe de estado, guerra civil de tres años que ganaron los sublevados, 40 años de dictadura con esta prórroga asfixiante, contemplan el último siglo español. Aquí no tiembla nada, ni se menea, sin permiso de los que realmente mandan. Y, en su facción política, van al galope para ocupar los cargos de los que se creen dueños naturales. Bajo las alfombras, la mugre acumulada parece afianzar lo que nunca se ha limpiado.

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