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Yo también sería desertor

Un militar ucraniano observa el cadaver de un soldado ruso en Mala Rohan, cerca de Járkov. EFE/EPA/VASILIY ZHLOBSKY

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Al cumplirse seis meses del inicio de la guerra, los mandatarios de Rusia y de Ucrania han reafirmado su apuesta por seguir combatiendo hasta la victoria final y total. El jefe de Estado ruso, Vladímir Putin, disfrazado de Stalin como si estuviera liderando aún un capítulo más de la II Guerra Mundial contra los “nazis”. Y el líder ucraniano, Volodímir Zelensky, proclamando que se niega a negociar hasta que el último soldado ruso haya abandonado la península de Crimea, un objetivo que hasta los más enfervorizados partidarios de Ucrania juzgan ahora mismo quimérico.

La guerra puede que vaya para muy largo, pues. Y esto que su balance en seis meses es escalofriante, con entre 40.000 y 80.000 soldados muertos -más o menos a partes iguales entre ambos ejércitos-, 5.600 civiles fallecidos en los ataques y otros 7.000 heridos, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

En este caso, la distinción entre víctimas militares y civiles es extremadamente dudosa, puesto que la carne de cañón de los dos ejércitos en guerra está integrada también por soldados de reemplazo y hombres movilizados obligatoriamente para ir al frente, sientan o no el deber de arriesgarse a morir por la patria. Ello es así tanto en Rusia como en Ucrania, que al estallar la guerra decretó la movilización obligatoria de todos los hombres de entre 18 y 64 años. Desde el pasado 24 de febrero, tienen prohibido salir del país sin autorización exponiéndose a penas que en tiempos de paz ya podían suponer hasta cuatro años de cárcel para los insumisos y hasta 10 para los desertores, según señala un informe de la Organización Suiza de Ayuda a los Refugiados (OSAR).

La mayoría de los medios occidentales se han sumado a la narrativa belicista de guerrear hasta la victoria total de las tropas ucranianas y abundan las entrevistas a patriotas que dicen estar dispuestos a luchar hasta la muerte. Evidentemente, no se trata de ningún invento, pero solo es una parte de la realidad: también abundan los casos de menor entusiasmo. Y de deserciones. Por supuesto, muchos en el lado ruso, cuyo ejército inició la actual escalada con la brutal invasión del país vecino. Pero también en el ucraniano, aunque no aparezcan casi nunca en los medios occidentales.

Más de 15.000 personas han sido detenidas por el régimen de Putin por su disidencia desde que empezó la invasión, pese a las durísimas penas a las que se exponían. Y al menos otras 300.000 han huido de Rusia y 20.000 de Bielorrusia -país férreamente alineado con Putin- como consecuencia de la guerra, según estimaciones de la plataforma de organizaciones pacifistas internacionales que lidera una campaña ante las instituciones europeas para que se conceda asilo automático a los objetores de conciencia y desertores de todos los países en guerra. 

Le Monde es una de las pocas excepciones entre los grandes medios occidentales que ha puesto el foco también en los desertores ucranianos: en un reportaje reciente calculaba que al menos 6.400 hombres habían intentado salir ilegalmente del país, pero las cifras son necesariamente muy superiores, en la medida en que la fuente del diario francés es la propia policía frontera ucraniana, con lo que se limita a contabilizar los casos que ha conseguido abortar. 

Zelensky cortó por lo sano una campaña para revocar la prohibición de salir del país que sumaba ya 25.000 firmas instando a sus promotores a trasladarla “a los padres que han perdido a sus hijos, muertos por defender Ucrania, nuestro Estado y nuestra independencia”.

La respuesta de los gobiernos en guerra es siempre implacable contra los desertores, insumisos, disidentes y críticos, puesto que la propagación del virus de la duda en la sociedad es más letal que el mismísimo enemigo para la campaña bélica en marcha, que necesariamente exige altas cotas de fervor y fe para estar dispuestos al sacrificio máximo. Es por ello que se les suele estigmatizar como egoístas y cobardes.

Pero son justamente lo contrario: se trata siempre de la respuesta más eficaz para acabar con la atrocidad de la guerra y en muchas ocasiones exige auténtico heroísmo porque implica estar dispuesto a pagar las consecuencias de desmarcarse de la jauría de un pueblo enfervorizado por una causa nacional común. Si los nacionalismos ya exigen unanimidad en tiempos de paz, so pena de excomunión, en los ambientes bélicos la disidencia se paga con el máximo oprobio, el desprecio y en ocasiones hasta la vida, como tristemente sucedió con Jean Jaurès, el gran socialista y pacifista francés asesinado por un fanático a las puertas de la I guerra mundial.

“Aquel que, en medio de la guerra, se empeñe en defender la paz entre los hombres, sabe que su fe pone en riesgo su tranquilidad, su reputación y hasta sus amistades”, escribió durante esa absurda contienda el escritor francés Romain Rolland, cuyos lúcidos artículos antibelicistas escritos en Ginebra mientras colaboraba con la Cruz Roja se recogieron luego en el ya clásico Au-dessous de la mêlée [reeditado en 2014 en español por Capitán Swing con el título de Más allá de la contienda]. Él mismo lo sufrió en sus propias carnes, claro, aunque luego, cuando ya empezaba a ser obvio para casi todo el mundo la absurdidad de la carnicería, se le concedió el Premio Nobel de Literatura.

Desde el final de la guerra fría, el argumento más habitual para laminar cualquier muestra de escepticismo y disidencia ante las sucesivas campañas bélicas apoyadas por occidente es que nos enfrentamos a un nuevo Hitler. ¡Cómo no sumarse a la causa ante semejante envite que pone muy seriamente en riesgo a toda la humanidad!

Milosevic era Hitler; como Hitler fueron Sadam Hussein y Muhmar El Gadafi, y ahora lo vuelve a ser Vladímir Putin (y hasta Volodímir Zelensky para la propaganda rusa!).

La conclusión obvia de que todos sean siempre Hitler es que en realidad nadie lo es, por atroces que sean sus regímenes. Y cuanto más tiempo pasa de la contienda, más suele quedar en evidencia que la manida apelación a Hitler no es más que un recurso de propaganda para legitimar las guerras, evitar el debate sobre las responsabilidades propias -casi siempre el “nuevo Hitler” fue antes un aliado de occidente- y mantener prietas las filas, también de la opinión pública occidental.

Con Hitler fuera de la ecuación, yo también sería un desertor: en Moscú, en Kiev, en Barcelona o en Madrid.

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