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Teatro de interior

Frame de Anomalisa (2015), película de Charlie Kaufman

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¿Hay alguna escena de las semanas previas al confinamiento que recuerdes especialmente? ¿Lo último reseñable que viviste en modo vieja normalidad? Yo tengo un recuerdo nítido. Me acuerdo de mi amiga Rocío, con una sonrisa inmensa, un sombrero de cocinero y un delantal, haciendo una paella en un teatro para todo el aforo (completo). En las butacas me encontré (¡de casualidad!, oh, magia) a otro viejo amigo. Juntos, bebimos vino en el escenario cuando acabó la función. Parece un sueño pero no lo es. Era parte de la propuesta de la compañía valenciana El pont flotant. La obra acababa como una gran fiesta entre desconocidos que compartían una paella. Exquisita, por cierto. Me fui a casa pronto, rechacé quedarme a tomar algo más a la salida. Tonta. Hoy daría algo por apurar botellines a morro en la barra de zinc del Nevada, el bar de la esquina de los Teatros del Canal. Ahora, junto al nombre del bar, en Google Maps pone “comida para llevar”. Unas semanas antes habíamos estado allí después de otra función. Estuvimos un gran grupo, gritando, empañando las lunas del Nevada hasta que nos echaron. A la salida, cogimos un taxi cuatro amigas. El taxista nos dio un vueltón por donde no debía pero nosotras nos reíamos a carcajadas, apelotonadas en la parte de atrás de ese coche cerrado a cal y canto. Ana, a quien hacía tiempo que no veía, me dijo al despedirse que tenía ganas de conocer a mi hijo. Planeamos una quedada próxima. 

Al poco, esa realidad se paró. Y empezó “la otra cosa”. Otra obra de teatro donde nadie compartiría más una paella ni taxis, por hablar de males menores. Nuestra vida se recluyó entre visillos. A veces, todavía hoy, imagino que ahí afuera hay unos dobles de nosotros mismos haciendo lo que hubiéramos hecho en ese mundo no paralelo que no se detuvo el 13 de marzo. Doppelgängers de exterior sin restricciones para hacer vida normal. Pero no, después de casi un año, los autómatas, y de interior, somos nosotros. Unos títeres muy parecidos a nosotros se quedaron dentro mientras la otra vida se nos iba no sabemos a dónde. Charlie Kaufman escribió Anomalisa (2015) en primer término para teatro, y más tarde la rodó usando la técnica de stop motion. Al verla hoy, su lentitud y su juego de miniaturas me resulta demasiado familiar. La creó, como ya había explorado en Cómo ser John Malkovich (1999), inspirándose en el síndrome de Fregoli, un desorden neurológico que hace creer que diferentes personas son en realidad la misma pero disfrazada. Y también hay algo de esa sensación, la de que nuestras vidas se han uniformizado hasta parecer una galería de muñecos metidos en nuestras casitas de ídem. En septiembre de 2020, durante nuestra segunda ola, el mismo Kaufman estrenó Estoy pensando en dejarlo, la película que, sin pretenderlo, más se acercaba al extrañamiento de nuestras vidas actuales. Una obra de teatro larga y aburrida, llena de trampantojos y de versiones repetidas de los días y las acciones. 

Hoy, prácticamente un año después de aquel bonito recuerdo prepandémico y de chuparse los dedos en los Teatros del Canal, cierra el Teatro Pavón Kamikaze. Juan Mayorga, en sus clases de la RESAD, siempre nos decía que el teatro era el arte político por excelencia, porque era el arte de la polis. Si nos quedamos sin teatro, nos quedamos sin ciudad, sin política. Sin paellas para compartir.

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