Testigos de cargo y de trinchera
En un juicio hay testigos y testigos. Los hay que cumplen lo esperado, que son parte del conflicto y que acuden a la sala de vistas a justificarse y a defender sus intereses, que suelen coincidir casi siempre con la parte que les propone. Otros no tienen tan claro a lo que van, titubean, se contradicen, dicen medias verdades y al final les pillan. Esos son los buenos para los fiscales y abogados avezados porque de esos testimonios se acaban logrando confesiones que provocan una condena o una absolución.
El testimonio dubitativo del ex comisario general de Información de los Mossos d'Esquadra Manel Castellví es de estos últimos. Su declaración deja en mal lugar a Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Joaquim Forn, a los que advirtió expresamente en una reunión con la cúpula de los Mossos de que mantener la convocatoria del referéndum cuando el Tribunal Constitucional lo había prohibido podía conducir a enfrentamientos violentos entre los cuerpos de policía que tenían un mandato judicial que cumplir y las personas que, de buena o mala fe, se iban a concentrar en los colegios electorales para defender las votaciones.
El expresident, al que el fiscal Javier Zaragoza se regodea en calificar un día sí y otro también como “el procesado en rebeldía”, sostuvo que había que seguir adelante con el referéndum para cumplir “el mandato del pueblo de Catalunya”; y el mando policial abandonó el encuentro “frustrado” porque era consciente de que la “dualidad” entre la legalidad vigente y la legitimidad que se arrogan los líderes del procés, que es la disyuntiva alrededor de la cual bascula todo el juicio, iba a provocar necesariamente un choque y una fractura.
Lo cierto es que Castellví desbarata la estrategia de las defensas, que habían planteado el procedimiento como un juicio a la Democracia, y sitúa a Puigdemont como el líder que mandó a los suyos a luchar contra los elementos. Al mismo tiempo, salva la cara al mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Luis Trapero, y al propio cuerpo, al destacar que en esa misma reunión los mandos apuntaron que cumplirían el mandato judicial de impedir el referéndum. Aunque finalmente los “binomios” de agentes que visitaron los colegios electorales se agarraran a la premisa de “mantener la convivencia” que introdujo en su auto la jueza Mercedes Armas para solventar la papeleta saludando a los concentrados, levantando acta y dándose media vuelta.
La semana negra para las defensas la han rematado también los testigos de trinchera que han comparecido en el juicio, que han cumplido con fidelidad el papel que la Fiscalía esperaba de ellos. Todos han incidido en el relato de la violencia con el que la acusación pública sustenta su acusación por rebelión, unos apuntando a dar -como el coronel de la Guardia Civil, Diego Pérez de los Cobos, que ajustó cuentas con Trapero y advirtió de la actuación de “encapuchados” que habrían actuado como guerrillas organizadas- y otros con menor fortuna, como el exdelegado del Gobierno Enric Millo, que caricaturizó la cuestión al presentar el Fairy antigrasa como una especie de arma de destrucción masiva contra los agentes que trataban de impedir la consulta.
El relato del pánico, más o menos entendible o más o menos hinchado, que hizo la secretaria judicial que registró la Consejería de Economía de la Generalitat en busca de documentación sobre el referéndum también es de parte porque ella misma se posicionó al confesar que se había sentido “humillada” por el trato que recibió ese día. Su testimonio, en todo caso, cuestiona la imagen amigable de la concentración que trataron de dibujar los acusados, a los que la afectada otorgó la nada inocente definición del “tumulto”, componente esencial del tipo penal de la sedición. Esos mismos manifestantes que destrozaban entre tres y siete coches de la Guardia Civil -en el juicio no acaban de ponerse de acuerdo- cantaban alegres, a juicio de los acusados, el ‘Passi-ho bé' de La Trinca o, según la versión siempre más pía de Oriol Junqueras, salmos dedicados a la virgen de Montserrat. Es decir, que mientras los que estaban fuera lo pasaban bien, la mujer que estaba dentro se angustiaba y pasaba “miedo”, en un relato más propio de Stephen King que coronó con la intención, fingida o real, de emular a Artur Mas en el Parlament y largarse de allí en helicóptero.
En todo caso, la incógnita que va a determinar el desenlace del juicio sigue sin despejarse: nadie a ciencia cierta puede dar por demostrado a estas alturas que en Catalunya se registró un nivel de violencia suficiente que pusiera en riesgo el orden constitucional, requisito necesario, según la mayoría de los juristas, para dictar una condena por rebelión. Los testigos de trinchera paradójicamente tampoco ayudan a ello porque Pérez de los Cobos negó que la Policía Nacional y la Guardia Civil realizaran cargas contra los ciudadanos que trataban de proteger las urnas, lo que demostraría que la amenaza que tenían enfrente ni siquiera las hacía necesarias. El exjefe superior de Policía Sebastián Trapote señaló que la resistencia en los colegios electorales fue “brutal” aunque acabó reconociendo que el número de agentes que acabaron ese día hospitalizados se elevó a cero.
Se trata de demostrar, por tanto, una supuesta rebelión con banda sonora de La Trinca que tampoco se compadece con la gran revelación que se le escapó al exsecretario de Seguridad José Antonio Nieto. Si la amenaza para el Estado era tan grande como aseguró, alguien debería aclarar por qué a finales de septiembre el Gobierno de Rajoy ofreció a la Generalitat hacer una consulta simbólica en las plazas como la que se hizo el 9N de 2014. Una iniciativa que se saldó con pírricas penas de inhabilitación por desobediencia y prevaricación.