Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
El PSOE convierte su Comité Federal en un acto de aclamación a Pedro Sánchez
Las generaciones sin 'colchón' inmobiliario ni ahorros
Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol

El tiempo de los hijos

Foto: Pxhere

5

Algunos días amanezco con la prisa en el centro del pecho. Antes de abrir los ojos, antes de que el despertador rompa el silencio de la mañana con su soniquete, yo ya me he despertado y el runrún de mis pensamientos ha iniciado su rutina. A mi lado, en otro mundo y a otro ritmo bien distinto, mi hijo dormita y me acaricia distraídamente lo que tenga más a mano: un mechón de pelo, una mejilla, mi clavícula. A esas horas de la mañana, cuando la habitación está todavía tan oscura como la boca de un lobo, él comienza a despabilarse y para mí es casi mediodía. Al menos, así lo siento: con mi cabeza ya he preparado el desayuno, la mochila, he cargado mi macuto con el portátil, estamos ya en el autobús que nos lleva al colegio, él ha entrado en clase y yo camino hacia un centro cívico cercano para trabajar, he comprado el pan, las bananas y el papel higiénico que hace falta, y estoy, de nuevo, en la puerta del colegio esperando a que salga pensando que aún no he enviado aquel encargo que tenía que entregar hace tres días. Solo son las 6.40. Hay días, como hoy, en que las cosas me salen del revés, llegamos tarde a todas partes y termino trabajando sentada en un banco del parque con el portátil sobre las piernas. Y, a pesar de que no es la postura más cómoda, de repente, la hierba que se mueve al compás de la brisa, la mariquita que se posa un par de segundos sobre mi brazo y el canto de las cotorras que pueblan las frondosas copas de los árboles, hacen que me detenga y me pregunte, ¿por qué llevamos siempre tanta prisa? ¿adónde queremos llegar con tanta urgencia? 

Antes de ser madre, asumía que la prisa era tan necesaria como la concentración, me permitía correr, avanzar, seguir, seguir, seguir. Mi hijo me hizo parar, sobre todo, cuando era un bebé y le daba el pecho a demanda, es decir, diez minutos o dos horas seguidas, y nos dormíamos y poco importaba el tiempo de los demás, tan acelerado e imperfecto. Lo pienso muchas veces, sobre todo, en días como hoy, aquel es un tiempo que nunca volverá: las siestas, el juego infinito de un hijo y una madre que se están conociendo. En cuanto empezó a ir al colegio, una parte de mí volvió a lo de antes, esa aceleración insana que te impide detenerte a mirar. Hay que cumplir horarios, llegar puntuales, no perder autobuses, y desde que me separé hace apenas unos meses, mucho más: trabajo, encargos, artículos, y más artículos, lo que sea con tal de tener ingresos. Corremos a todas partes, mi niño se detiene y yo le insisto para que avance porque llegamos tarde, siempre llegamos tarde. Hay un río monstruoso de coches por las calles y la gente camina con la mirada fija en sus móviles y una, con la dificultad añadida de la sillita del niño, los esquiva y se detiene para no obstaculizar su paso que se parece bastante al de los sonámbulos cuando, en mitad de la noche, cruzan la casa a tientas. Vamos caminando y mi hijo se para a coger una piedra, o dos, o tres, y amontona hojitas de distintos tipos y colores y agarra entre sus pequeñas manitas flores de jacaranda justo cuando acaban de caer del árbol antes de que se marchiten y me dice: “¡Mira, mamá, un puente de cocodrilos, cuidado!”. ¿Qué puedo hacer yo? Me paro, dejo el carro a un lado de la calle para que no moleste al río de gente que sigue su cauce y salto, salto de un lado a otro del puente con toda la destreza posible porque hay unos cocodrilos que quieren morderme los pies. 

Esos días en los que amanezco con la comezón en el centro del pecho y un atisbo de náuseas, necesito pararme, seguir el tiempo de mi hijo. Tantas, tantas veces en estos tres años de madre he visto todo lo que me ha quitado la maternidad y no he visto con la misma claridad todo lo que me ha dado. Emilio Lledó dice que «nos asombramos porque, de pronto, algo que se presenta ante nuestra mirada, a nuestra inteligencia, nos es ajeno, nos choca, y, por supuesto, nos interesa descubrir el motivo». Mi hijo, que parece decirme todo el tiempo, “mamá, estás despierta, estás en el mundo”, me ha devuelto la capacidad de asombro. 

La escritora Carmen Martín Gaite, que algo sabía también de todo esto, tenía una receta contra la prisa que no estaría de más recordar en estos tiempos: En la medida en que podamos acercarnos al ritmo de los niños, seremos un poco más libres nosotros también. 

Etiquetas
stats