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Y todo habrá sido en vano

Ruth Toledano

Esta semana hemos asistido a otro de los colmos (vamos de colmo en colmo) en lo que respecta al drama de los refugiados que llegan a Europa a través del Egeo: el posible acuerdo alcanzado por la Unión Europea con Turquía para expulsar allí a unas personas, muchas de ellas niños y ancianos, que vienen buscando protección, incluso las que procedan de Siria. La decisión no solo conculcaría el derecho de asilo sino que supondría quitárselas de encima entregándolas a un Estado que no garantiza su seguridad ni el respeto a sus otros derechos fundamentales. Y si llevaría a cabo al estilo de un negocio entre mafias: a cambio de dinero que la UE entregaría a Turquía (3.000 millones de euros más) y de ventajistas condiciones para los ciudadanos turcos, que podrían circular por territorio europeo sin necesidad de visado. Además, se avanzaría en el dudoso beneficio de la integración del país entre dos continentes a esta turbia Europa que otros, como Reino Unido, se plantean abandonar.

La UE ha tenido que recular en parte, ante las voces que alertan de la ilegalidad de ese pacto; entre otras, las de la ONU y las de los propios servicios jurídicos de la Comisión y el Consejo, así como las de algunos países comunitarios: más allá de la vergüenza que suponen, las devoluciones colectivas no son legales porque no se ajustan al Derecho internacional. Mientras tanto, nos llegan las imágenes de dos guardacostas turcos que, armados con dos largos palos, golpean en medio del Egeo a una embarcación desde la que pueden oírse los gritos de pánico de las personas que, desesperadas en su afán de supervivencia, navegan sobre ella. Unos gritos que son escalofriante respuesta al cruel mensaje lanzado recientemente por Donald Tusk, presidente del Consejo: “No vengáis a Europa (…) Todo es en vano”.

Ciertamente, vecino Tusk, si Europa se convierte en cómplice de una falta de solidaridad tal que llega al límite del abordaje a palos en alta mar de una frágil balsa donde se aprietan niños y ancianos, todo habrá sido y será en vano. No habrá Europa que valga. La Historia habrá sido en vano y el monstruo que la ocupó no hace tanto volverá a hacerse fuerte. Lo peor de nuestra presunta casa común ya está aprovechando ese mar revuelto: en Berlín, no hace tantas décadas doloroso emblema del terror, la destrucción y la desunión, ha sido el escenario escogido por la extrema derecha para enseñar la bota de la xenofobia y del “orgullo blanco” neonazi. Creíamos que esa basura había sido casi erradicada pero, de seguir con unas políticas que no abrazan con firmeza los principios éticos que han de regir la unidad de los pueblos, Europa volverá a ser su propia víctima. Como ya lo están siendo las desgraciadas personas que llegan a la deriva y a la que la Unión tiene el reto moral, también histórico, de ayudar.

Solo hay dos alternativas. Trabajar en la reconstrucción de una Europa más justa, democrática y próspera en valores positivos, como el de la solidaridad, que habrán de traducirse en el tiempo en verdadera comunidad. O permitir que avance de nuevo el mal. Si escogemos la primera, tenemos la obligación moral de tender ahora la mano a las víctimas de unos conflictos geoestratégicos y económicos de los que la propia Europa ha participado, si no alentado, de Irak a Siria. Es y será una vergüenza destruir y expoliar países, apoyar dictaduras, servir de instrumento a las potencias del capital en sus territorios, y luego criminalizar el éxodo de las poblaciones. Si lo hacemos, estaremos poniendo alas en esas botas de la ignominia racista que cada lunes se manifiesta en Alemania.

No podemos seguir viendo niños que tiritan bajo el aguacero porque nadie en la vieja Europa les ofrece cobijo. Esa sí es una línea roja que jamás deberíamos traspasar. Si lo permitimos, estaremos construyendo una Europa indigna. Y esos niños quedarán para siempre en el lodazal de su conciencia. Y todo habrá sido en vano.

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