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La violencia invisible

Esperanza Montero / Alicia Ramos

Activista LGTBI, expresidenta de COGAM y miembro de Convocatoria por Madrid / Cantautora —

Hace pocos días un periódico de ámbito local escribía “Detenido por amor” en una pequeña pieza en la que se informaba de la suerte corrida por un acosador que había irrumpido varias veces en la casa de su víctima. Las referencias a este “amor” dañino existen de manera constante en nuestra cultura. Cantamos “sin ti no soy nada”, nos parece que los celos forman parte inherente del hecho de estar enamorado e incluso consideramos estrategias de control de redes sociales como conductas válidas. Se trata de la percepción alterada del amor, el llamado “mito del amor romántico”, que justifica este amor insano tratando de asemejarlo al romanticismo.

Existe una tendencia a “comprender” las razones de los agresores, y todo esto se traslada a la sociedad desde la posición de autoridad de los medios, contribuyendo a tergiversar la verdadera naturaleza de las agresiones. Se presentan como casos aislados, desgraciados accidentes acaecidos casi por azar o por obra de un pobre perturbado. Pero no son casos aislados, cerca de 800 mujeres murieron de manos de sus parejas desde el año 2003, lo cual supone que los agresores no son pocos o ni unos perturbados claramente identificables.

¿La violencia machista es “terrorismo”?

El propio concepto de terrorismo se ha visto sometido a una fuerte deformación semántica por el interés de algunos gobiernos en desacreditar todo tipo de movimientos y luchas en la última década, de modo que ahora consideramos terrorista cualquier acción más o menos violenta destinada a desestabilizar las instituciones o el Estado. Este terrorismo no desestabiliza un Estado en el que las mujeres no somos iguales que los hombres; este terrorismo logra socializar y normalizar el terror.

Nos referimos a un terror que existe, normalizado en el día a día de un verano con un goteo continuo de noticias de asesinadas a manos de sus parejas en el que no se producen reacciones políticas. Nuestra sociedad se ha acostumbrado a que mueran mujeres a manos de sus parejas.

Socialmente el foco señala a la víctima, no al agresor. Son ellas las que deberían marcharse, las que deberían proteger a sus niños cuando en estos casos los agresores son ellos. Recientemente se ha aprobado que las y los menores se consideren “víctimas directas”, aunque las salas judiciales aún no estudian suficientemente el impacto y el riesgo que la violencia supone en muchos casos en la vida de niñas y niños. Sin embargo, los hijos mayores de edad quedan en un limbo legal que no garantiza su asistencia a recursos tanto sociales como de asistencia psicológica.

En este sentido, apenas existe un planteamiento formativo con los medios necesarios para tratar este tema en el sistema educativo como forma de prevención. Y también son escasos los recursos para modificar la conducta de los agresores, cuando sabemos que repetirán una y otra vez la violencia ejercida.

Cuando se habla de este tema se polarizan las opiniones, como si defender que es intolerable esta situación supusiera negar que existen otros tipos de violencia además de la violencia de género; que existe y es igualmente deleznable. No se trata de una guerra entre mujeres y hombres, se trata de solucionar una situación de violencia que pone en cuestión los derechos humanos de toda la sociedad. Y es solo la punta del iceberg de un sistema en el cual las mujeres vivimos en clara desigualdad.

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